Algunos dogmas se han pretendido instalar como certezas indiscutibles. En estas últimas décadas, con la implementación de las democracias como sistema de gobierno en gran parte del planeta, se ha endiosado a una herramienta de convivencia social, al punto de siquiera poder cuestionarla.
La búsqueda de la verdad, la necesidad de explicar fenómenos sociales, precisa de una actitud de permanente revisión, de crítica constante, ya no para descartar sistemas, sino justamente para perfeccionarlos.
No existen dudas de que la democracia ha traído consigo un sinnúmero de progresos y que pese a sus irrefutables defectos, ha sido capaz de contribuir a una vida en armonía, con respeto y tolerancia.
Pero es igualmente real que su instrumentación tiene matices y que algunas sociedades han sucumbido bajo sus principales paradigmas involucionando y hasta en casos extremos, siendo conducidos a excesos inaceptables, promoviendo el odio y los genocidios, de la mano de la voluntad de los más.
No se trata de condenar a la democracia como sistema, pero tampoco de convertirla en la panacea, en ese remedio que resuelve cualquier problema. Resulta por ello indispensable analizar lo que ocurre, justamente para rescatar sus atributos positivos e individualizar aquellos aspectos específicos que solo deforman el objetivo. Toda sociedad sensata aspira a vivir en paz, bajo el paraguas del consenso y no de la confrontación.
Probablemente los países que mejores experiencias pueden mostrar son aquellos en los que la democracia está subordinada a la república, dicho de otro modo, en los que la voluntad de las mayorías expresada en las urnas está condicionada por la división de poderes y por una norma constitucional que fija los límites a la concentración y al abuso de poder.
La democracia puede ser un genuino medio para lograr un loable fin, pero canonizarla y colocarla en un pedestal convirtiéndola en el objetivo central de una sociedad, es extremadamente riesgoso.
Muchas naciones vienen transitando ese ambiguo sendero que les ha hecho perder mucho de calidad, al intentar que un sistema que ha sido pensado como un método eficiente para encontrar acuerdos y como forma de resolver conflictos, se convierta en el mecanismo que genere enfrentamientos invitando a la dinámica continua de la ruptura.
Tal vez esta exageración conceptual, ha empujado a que los actores políticos sientan que en democracia todo vale, que lo que importa son los votos, el poder y quien lo administra. Parecen haber olvidado las razones vitales que llevaron a impulsar sistemas de este tipo, que ayudan a solucionar inconvenientes de un modo amigable y pacifico.
La innegable prosperidad ordenada de algunas comunidades que no se rigen por la democracia tal cual se la conoce tradicionalmente, obligan a preguntarse por lo que viene sucediendo en el mundo.
No se trata de abandonar el sistema democrático como forma de ordenamiento social. No se puede hacer caso omiso a sus imperfecciones evidentes. Es peligroso caer en la trampa de no cuestionarlo para no perjudicarlo. Se conspira contra la democracia cuando se evitar revisarla, cuando no se advierten sus contundentes desviaciones y cuando se elige mirar a otro lado porque resulta políticamente incorrecto hablar de ello.
A Winston Churchill se le atribuye aquella frase de que “la democracia es el peor sistema de gobierno diseñado por el hombre, excepto todos los demás”. Tal vez sea esto brutalmente cierto, pero no menos verdadero es que todos los sistemas merecen ser revisados y, en lo posible, mejorados.
Sin embargo, pocos políticos se atreven si quiera a proponer cambios. Es probable que eso tenga que ver con que muchos de ellos son parte de ese defectuoso régimen que les permite liderar el presente. Modificar ciertas cuestiones podría atentar contra la base de su elemental poder personal.
Es posible que a los políticos no les interese mejorar el sistema. Lo que es indudable es que la sociedad observa con claridad todo lo negativo de un sistema que debería garantizar óptimos resultados y que hoy se deteriora día a día, bajo la mirada cómplice de la clase política y con la imprescindible resignación de una ciudadanía que percibiendo los problemas, prefiere resignarse, bajar los brazos, arriesgando demasiado de lo logrado.
Si la democracia no es reformulada y corregida puede extinguirse. El desprecio ciudadano por la actividad política es creciente en diferentes lugares del mundo. Atribuir ese desprestigio solo a ciertos sectores de la dirigencia política, es decidir deliberadamente ignorar las raíces profundas del problema y perder la brillante e irrepetible oportunidad de quitar las ramas que impiden que el árbol siga creciendo fuerte y solido.
Los políticos parecen inclinarse por el camino de hacerse los distraídos, tal vez porque de esa manera la pasan mejor en el corto plazo y siguen aprovechando las grietas que ofrece el actual esquema que les posibilita llevar adelante sus controvertidas prácticas. La gente ya se dio cuenta hace tiempo. Solo no encontró, aún, el modo de ponerlos en su lugar, de fijarle límites y de incitarlos a hacer esos cambios que el sistema precisa para evolucionar. La sociedad ya sabe que la democracia no es una panacea.