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Alberto Medina Méndez
Martes, 15 de julio de 2014
El legado mundialista
Una competencia deportiva es solo eso. Más allá de las emociones que genera por momentos, es un mero enfrentamiento entre rivales circunstanciales. Sin embargo, el efusivo entusiasmo de la gente invita a una reflexión más audaz, trascendente y fructífera.



Este campeonato del mundo de la disciplina más popular del planeta podría pasar a la historia solo como uno más de la secuencia habitual. Pero existe la posibilidad de analizar el interesante legado que ha dejado como saldo trascendente para la sociedad. De su observación se pueden obtener muchas conclusiones, algunas de ellas de gran utilidad para el futuro.

Por un lado, la controvertida modalidad que propone mezclar deporte y banderas, solo exacerba un nacionalismo, que además de cuestionable, resulta peligroso porque alimenta, aún sin pretenderlo, cierto intolerancia, invitando a discriminar a las personas por el lugar en el que han nacido.

Para muchos ha sido solo una chance para desahogarse, en una sociedad que pretende escaparse, al menos por un tiempo, de sus propias desilusiones cotidianas y que encuentra en este espectáculo masivo una ocasión para desconectarse, por instantes, de la coyuntura que lo agobia.

Lo verdaderamente apasionante, lo digno de destacar, es que este fenómeno social de características singulares puede, asimismo, mostrar el camino. Lo que se ha vivido es lo que sucede cuando una sociedad consigue alinearse detrás de un objetivo compartido, dejando de lado sus ocasionales diferencias para enfocarse en lo significativo, en su meta común.

Cabe meditar entonces, con mayor profundidad, acerca de lo que ocurriría con la inmensa nómina de asuntos pendientes que angustian a la comunidad, si esta actitud tan simple y básica se pudiera replicar, al menos parcialmente, en otros tantos campos de la vida en sociedad.

Si los ciudadanos de cualquier lugar alcanzaran a entender como funciona este sencillo mecanismo que los tiene como protagonistas, podrían intentar atacar cuestiones relevantes como acotar la corrupción, disminuir los niveles de inseguridad o mitigar la pobreza.

Sin dudas que estos temas son suficientemente más complejos y que no alcanza lamentablemente solo con arengar. Pero quizás, con la postura apropiada, al menos se podría minimizar el interminable impacto negativo de tantos males que aquejan a la sociedad contemporánea.

El Mundial ha dejado un legado muy palpable y fácil de visualizar. Pero no menos cierto es que los legados pueden ser aceptados o descartados de plano. Lo importante es tomar la decisión a conciencia y no por la inercia de los estados de ánimos que propone una sociedad espasmódica.

Muchos ciudadanos manifiestan su vocación de cambiar la historia de su país, de torcer el rumbo de los acontecimientos. Están enojados con la realidad y absolutamente hastiados de tanto descalabro a su alrededor. Pero para modificar el presente se necesita bastante más que un poco de bronca esporádica, impotencia inconducente y queja perseverante.

Algo de lo que mostró la máxima competencia deportiva es indispensable para cambiar. Y está absolutamente a la vista. Claro que se pueden sacar diferentes conclusiones de lo acaecido y quedarse solo con algunos aspectos de las tantas enseñanzas que ofrece la Copa del Mundo. Vale la pena hacer un esfuerzo intelectual adicional para captar con inteligencia las múltiples oportunidades de aprender que quedaron suficientemente explicitadas.

Si la sociedad se fija un objetivo y entiende la trascendencia de elegir su destino, puede recién ahí, dar el paso siguiente, que implica básicamente aislar sus eventuales diferencias personales, sus constantes prejuicios hacia los demás y abandonar los personalismos tan propios de la vida política y colocar entonces todas sus energías para hacer lo necesario. Si se detiene en las distracciones que propone el paisaje cotidiano, jamás consigue su objetivo y termina frustrada, enfadada y abatida por la derrota.

El ejemplo reciente, muestra que en esa hinchada se abrazan todos, se saludan por las calles los que tienen la misma camiseta, aunque ni siquiera se conozcan. Los une un objetivo común, una pasión similar, una meta compartida, un sueño por concretar. No saben cuál será el resultado, lo viven con tensión e incertidumbre, pero también con el entusiasmo de quien tiene ganas de intentarlo primero para lograrlo después.

No los une el espanto, ni siquiera el desprecio por el adversario, sino una devoción casi religiosa por la gloria, es un sentimiento en positivo que sirve como elemento motivador para ir detrás de la meta trazada. Y si eventualmente la consiguen, este hecho puntual se convierte en ese combustible que permite ir por más y no conformarse con lo obtenido.

Los que no entienden nada, ni miran los partidos por televisión, están igualmente ahí, firmes, ayudando, alentando, haciendo lo que pueden. No saben de tácticas, ni de nombres, ni siquiera se enteraron quien es el director técnico, tampoco conocen las historias personales de cada jugador, ni sus clubes actuales, pero de todos modos están aportando lo suyo, porque saben que estar es importante y que borrarse no es una opción.

No parece tan complicado. Se trata solo de un requisito, el que tiene que ver con tener la actitud indispensable para cambiar la historia o al menos intentarlo. Esa que no aparece casi nunca en la vida cívica de este tiempo. Tal vez valga la pena recapacitar en serio. La copa mundial, en esta ocasión no se consiguió, pero si se logró comprender la tan elemental dinámica que genera movimiento, entonces habrá servido este legado mundialista.


Alberto Medina Méndez


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