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Por el Padre Daniel Benítez
Domingo, 20 de julio de 2014
Trigo y cizaña
Leemos hoy en misa en toda la iglesia el evangelio de Mt 13,24-43 y les acerco queridos lectores un aporte de la web serviciokoinonia.org que espero nos ayude a crecer en la fe....


Hoy, como en tiempos de Jesús y durante toda la historia de la humanidad, solemos dividir y “organizar” aparentemente la sociedad con criterios que consideramos muchas veces correctos: buenos y malos deben estar separados y puestos en los extremos opuestos.

Esta práctica de dividir entre buenos y malos, era aceptada por muchos grupos en el tiempo de Jesús por diversos criterios religiosos (fariseos y esenios), así como por los grupos económicos y políticos (herodianos, saduceos y celotes), pues todos ellos veían como opositores a quienes no pensaban, creían u opinaban según sus mismos criterios.

Jesús llama a la apertura de la mente y el corazón para acoger con esperanza (no pasivamente, con indiferencia) a quienes aparecen ante nuestra forma de vida como diferentes (que solemos catalogar como “malos”). Necesitamos tener apertura para acoger con un actitud de pluralismo asimilado la diferencia, que siempre va a estar presente en nuestra humanidad.

No hay que ignorar en la parábola de la cizaña la presencia del mal en la historia, como lo reconoce Jesús en la presencia del enemigo que siembra la cizaña en el campo. Quiere llamarnos la atención de que no hay que buscar con afán, y posiblemente confundir la semilla buena con la semilla mala. Muchas veces dividir la humanidad entre buenos muy buenos, y malos muy malos, ofreciendo el premio de la salvación para los primeros y la condenación para los segundos, puede ocasionarnos equivocaciones irreparables. Sólo a Dios le corresponde juzgar, con inmensa justicia y misericordia, a cada ser humano, como sólo Dios lo sabe hacer.

Por creernos muchas veces con el poder y la autoridad, nos atribuimos en nuestra conciencia actitudes que excluyen y separan a unos de otros; nuestra autosuficiencia egoísta separa en la práctica cotidiana a personas que por su situación socio-económica o ideológica, son marginados y excluidos por una sociedad dividida en el poder, olvidando que todos y todas somos hermanos y hermanas que compartimos una misma humanidad.

El Reino debe implicar para el seguidor de Jesús una acción transformadora en la vida cotidiana, que llegue hasta lo más profundo del actuar de cada ser humano, y el llamado permanente a la búsqueda y construcción de un mundo más humano, no sólo para unos pocos, sino para todos. Las estructuras basadas en la injusticia no crean el bien necesario para que el mundo avance, sino que generan más muerte y división en la humanidad, atacando con su fuerza destructora cualquier propuesta alternativa de construcción de una nueva humanidad.

No podemos olvidar que la buena noticia que Jesús vino a anunciar (el Reino) es una Buena Nueva para los pobres, en la que de ahora en adelante Jesús y sus discípulos lucharán por una sociedad igualitaria. Comprender el valor de lo pequeño, de lo pobre, como opción fundamental de Jesús y de quienes proseguimos su causa, debe ser una denuncia permanente contra tantas formas de opresión y marginación de estructuras injustas que deshumanizan a tantas personas y comunidades, en donde vive ocultamente el valor de la grandeza del Reino cuando se construye organización y se promueven los valores del Reino.

Dicho esto, abordemos un segundo nivel, más crítico, en este comentario.

Esta parábola puede resultar alienante si se toma como una invitación a la inactividad, o a la suspensión de nuestra responsabilidad para dejarla en las manos de Dios: él sería quien a fin de cuentas, al final de la historia, incluso más allá de la historia, deberá poner las cosas y las personas en su lugar... Esta idea de un Dios «premiador de buenos y castigador de malos», que contabiliza nuestras acciones y por cada una de ellas nos dará un premio o un castigo, ha sido una idea central de la cosmovisión cristiana clásica. El miedo a la condenación eterna, pieza central de la bóveda de la cosmovisión cristiana clásica medieval y barroca, está en la misma línea. ¿Qué decir de todo ello hoy?

Es obvio que conforme pasa el tiempo estas convicciones fundamentales del pensamiento cristiano van pasando a segundo plano, dejan de estar presentes, no se comentan, incluso se evitan positivamente... Diríamos que ésa es una manifestación más del famoso «eclipse de lo sagrado» que se da en nuestra sociedad moderna. Si nuestros abuelos y sus generaciones anteriores vivieron en una sociedad que transparentaba la eternidad, la vida del más allá, con sus premios y castigos, hoy vivimos, por el contrario, en una sociedad –y con una epistemología- en la que nos es difícil imaginar y pensar el más allá de la muerte como el lugar de los premios y castigos de Dios, como una separación post mortem del trigo y de la cizaña.

No vamos a pretender aquí resolver el asunto, ni abordar el tema en profundidad. Sólo queremos llamar críticamente la atención sobre él haciendo algunas afirmaciones.

Sea la primera la de reconocer que ya no se puede seguir hablando de más allá de la muerte con la ingenuidad y la rotundidad con la que durante siglos se ha hablado: el tema merece una revisión profunda, y en todo caso no permite las afirmaciones clásicas con su escandalosa simplicidad.

Buena parte de las descripciones de los premios y castigos eternos hoy aparecen como antropomorfismos insostenibles, respecto a los que no sólo merece la pena no dar más pábulo, sino que es importante también reconocerlos explícitamente como tales, liberando de ese modo a la fe de la obligación de compartir semejantes creencias mitológicas.

Es necesario tomar conciencia de la urgencia de una revisión a fondo de la posición de la fe cristiana respecto al más allá. Habitualmente hemos dado por bueno y por supuesto el dato de la vida más allá de la muerte, como si fuera un artículo de fe obvio, indiscutible. Y en efecto, normalmente ha quedado enteramente fuera de las crisis renovadoras de la fe en las décadas pasadas. El Concilio Vaticano II y su renovación simplemente envió a la trastera el conjunto de imágenes medievales y barrocas que aún estaban en circulación, y propició una relectura de la escatología en la línea del personalismo y del existencialismo, que realmente supusieron una brisa de aire fresco. La teología de la liberación, por su parte, simplemente añadió una lectura histórico-escatológica de la realidad (caminamos hacia el Reino) y la perspectiva de la opción por los pobres (redescubiertos como los «jueces escatológicos universales», Mt 25,31ss), pero dejó intactas las afirmaciones centrales, sin llegar siquiera a plantearse su cuestionamiento (el libro exponente máximo de la escatología de la teología de la liberación es «Hablemos de la otra vida», de Leonardo BOFF, Sal Terrae, Santander, 1978, muchas veces reimpreso, y libremente disponible en la red).

Hoy, un nuevo paradigma de «revisión del sentido y la identidad misma de la religión», nos exige dejar de vivir de rentas, dejar de repetir incuestionadamente lo de siempre, y plantearnos de nuevo las preguntas más radicales: ¿existe realmente la vida más allá de la muerte? ¿Nos ha sido realmente «revelada»? ¿Cuándo, dónde, cómo? ¿Forma parte del contenido mismo de la fe cristiana? ¿Se puede ser cristiano aceptando la inseguridad y la oscuridad que la ciencia actual confiesa respecto a este tema?

Ciertamente, no son preguntas para el hombre y la mujer de la calle que prefieran seguir viviendo en una edición renovada de la «fe del carbonero». No son tampoco preguntas a difundir imprudentemente, ni trofeos para exhibirse como abanderado de la crítica y el esnobismo. Pero son preguntas que los responsables han de plantearse alguna vez en la intimidad de su fe, para que sondeando la dificultad del misterio, tomen la determinación de ser muy respetuosos en su lenguaje y no seguir viviendo de las rentas de afirmaciones que hoy son de hecho tan incuestionadas como increíbles, tan insostenibles como irresponsables.

El tema sólo lo hemos iniciado. Invitamos al lector a tirar del hijo y seguir profundizando, tanto desde el estudio de la teología como en su oración y su fe.


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