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Por Mempo Giardinelli
Lunes, 29 de septiembre de 2014
El Impenetrable chaqueño, esa otra realidad
Esta semana, una vez más, viajé a los montes de El Impenetrable (o lo que queda de ellos), en el norte del Chaco. Estuve en Nueva Población (comunidad integrada por unas 300 personas: 30 familias wichí y 10 familias criollas) y luego en el municipio de Nueva Pompeya, distante 440 kilómetros de Resistencia, gran parte de ellos de tierra y guadales polvorientos.






Con un calor agobiador durante toda la jornada, el objeto del viaje era entregar un pedido de la biblioteca y centro comunitario de Nueva Población, que inauguramos hace un par de meses. Llevamos desde libros, cucharas y pizarrones hasta pelotas de fútbol, que compramos gracias a una donación de Eudeba a la Fundación que presido.

Después visité el campamento externo de lo que será el Parque Nacional El Impenetrable-La Fidelidad, donde en carpas y catres de campaña se alojan alternadamente decenas de investigadores, entomólogos y biólogos de diversas disciplinas, que estudian el último reducto natural de lo que fue el Gran Chaco americano. Todas las semanas llegan desde Buenos Aires, Tucumán, Corrientes, Córdoba y otras ciudades de la república, y comparten experiencias y descubrimientos, en una labor admirable.

El campamento es sostenido por diversas ONG ambientalistas, casi todas las del país, que llevan adelante un armonioso y fabuloso trabajo. Todos aúnan esfuerzos para que sea una realidad este Parque Nacional en territorio chaqueño, que será el más grande del norte argentino y por ahora sólo en las 150 mil hectáreas que tendrá en territorio de esta provincia y alguna vez –es la esperanza generalizada– también en unas 100 mil hectáreas de territorio de Formosa, provincia en la que desdichadamente la deforestación sigue siendo implacable y la caza furtiva parece tener –nunca tan apropiado el término– un perfecto coto cerrado.

Es impresionante cómo en el campamento los biólogos comentan sus avances investigativos sobre flora y fauna, otros clasifican insectos desconocidos y otros lamentan el robo o destrucción de cámaras trampas colocadas para observar el comportamiento de los animales. Es una comunidad silenciosa, abnegada, toda pasión y lejanía de los ruidos de la civilización que, desde estos montes, se ve perfectamente lejana, frívola, como extraterrestre.

Por la tarde visito la Misión Nueva Pompeya, una reliquia arquitectónica fundada por franciscanos en 1901 y tengo un encuentro con maestros, bibliotecarios y estudiantes en una escuela de la localidad. Es una jornada agotadora, quizá excesiva, pero deliciosa y enriquecedora en todo sentido. De hecho es una muestra de la Argentina que la inmensa mayoría de la población ignora, y sobre todo las clases dirigentes.

Topadoras de Vialidad Provincial cortan árboles a los lados del camino, con parejo y horrible ritmo. Lo hacen –me dicen– para que cuando llegue el turismo con el Parque Nacional “se vea todo menos sucio”. Alucinante argumentación. Pero no es el único disparate: el principal atractivo del pueblo, que recibe decenas de turistas cada semana, es el edificio de la Misión franciscana (una especie de joya en la selva) pero allí no cuentan con folletos ni información histórica alguna, y de hecho ni figura entre las ofertas turísticas del Chaco. A los que llegan, de todo el mundo, los atienden buenamente una maestra y un par de bibliotecarios, quienes comentan, con dolor y nostalgia, que toda la información histórica de los franciscanos que llegaron hace más de un siglo está en el Convento de San Lorenzo, a más de mil kilómetros de distancia.

Me entero también de que hasta hace años algunas veces se hicieron allí fiestas populares, pero después la vegetación lo cubría casi todo y la gente solamente entraba para utilizar los baños de la Misión como públicos. Ahora, desde los años ’90, se aloja allí una pequeña congregación de monjas colombianas que cada tanto distribuyen ayudas de Desarrollo Social (nadie supo decirme si de Nación o de Provincia) y cada tanto algún obispo dispone el lugar para retiros espirituales. No veo cura alguno y me informan que una vez por semana, los jueves, viene uno de muy lejos, da misa y se va.

El pueblo es apacible y la siesta, implacable. El termómetro del coche declara 42 grados y así ni las chicharras cantan. Claro que en la noche el cielo se muestra como es casi siempre aquí: escandalosamente limpio y estrellado.

Contemplarlo lleva a recuperar confianzas, fantasías, admiración y conciencia de nuestra pequeñez infinitesimal. Entonces pienso que tiene sentido –sin dudas lo tiene– que esta columna hoy tome distancia de propagandas y barras bravas, de buitres y mentiras mediáticas, y de ciertas megalomanías nacionales.

Ahora sólo falta que la Cámara de Diputados, en medio de sus infinitas responsabilidades no siempre bien cumplidas, sancione de una vez la Ley de Creación del Parque Nacional que ya aprobó el Senado por unanimidad.

Sólo así se terminará con las clandestinidades que arrasan día a día, y hora a hora, este bosque maravilloso. Y que será, además, genuina fuente de trabajo decente para miles de compatriotas de los pueblos originarios que habitan estas tierras desde siempre.

No está mal soñar con eso, me dice Lucas, uno de los biólogos. Y algún día tendremos parque también en Formosa, sueña Ricardo, otro campamentero. Sin agroquímicos, sin talas clandestinas, sin cazadores furtivos ni mentiras toleradas por los poderes políticos y económicos. Soñar no cuesta nada, pienso, y me digo que en todo caso vale la pena y es necesario, además, porque es lo mejor que se puede hacer aquí.


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