Una mirada excesivamente moralina suele aparecer cuando de sobornos se trata. Los que alzan la voz, las más de las veces con una enorme hipocresía, despotrican contra las prácticas corruptas e intentan explicar el fenómeno desde lo estrictamente ético.
Una reciente encuesta realizada entre hombres de negocios en un tradicional foro empresario, confirmó que poco menos de la mitad de los consultados manifestó que no sería censurable un acto de esta naturaleza.
Si bien el muestreo contempla matices en esa mitad de los entrevistados entre los que dicen que esa sería una situación aceptable solo en casos extremos y los que afirman que nunca sería un acto condenable, lo que preocupa finalmente no es esa porción, sino la elevada cuota de falsedad de la otra, esa que se espanta frente a esta realidad, ocultándose, negándolo y hasta repudiando conductas habituales propias en lo cotidiano.
La corrupción, en cualquiera de sus grados, tiene un origen concreto y su resolución no pasa ni por aterrarse, ni por negar su existencia. Una de las claves del asunto tiene que ver con que la sociedad toda, frente a situaciones como estas, se coloca, con absoluta ausencia de autocrítica, en una posición repleta de incongruencias y cargada de prejuicios.
Son muchos los ciudadanos que defienden la vigencia de aquella creencia que dice que para que exista un cohecho se requieren dos actores, el que cobra y el que paga. Esa visión pretende, intencionadamente, quitarle responsabilidad al funcionario que solicita el pago de dinero a cambio de un favor. Lo plantean como si fuera una cuestión menor e intrascendente.
Con inusitada virulencia se inculpa con fuerza a quien está dispuesto a pagar a cambio de un beneficio irregularmente otorgado. Es solo en ese caso en el que se califica al protagonista como una persona corrupta. Para esa caricaturesca descripción, ese privado, ese particular es alguien que incita al ingenuo y desprevenido funcionario estatal a cometer un delito en el que no desearía incurrir, pero que dadas las circunstancias no tiene otra salida más que aceptar de mala gana y con culpa semejante despropósito.
Lo habitual es que este tipo de razonamientos surja de gente que reivindica, desde la derecha autoritaria a la izquierda socialista, el protagónico rol del Estado como contralor de la vida ciudadana, despreciando el papel de los individuos y el empresariado genuino en el desarrollo. Se trata de personas que atacan ideológicamente al capitalismo y descreen de sus bondades.
Es frecuente que quienes critican en los demás estas conductas sean los mismos que en su vida cotidiana, evaden impuestos, utilizan tecnología sin pagar licencias, fotocopian literatura y contratan servicios de personas sin registrarlas. Son los cultores de la doble moral de este tiempo.
La corrupción forma parte de la realidad y está presente de diversas formas en la vida terrenal. En el mundo empresario, como en todas las actividades, se puede encontrar a aquellos que disponen de un comportamiento ético, progresan asumiendo riesgos y compiten en el mercado ofreciendo talento.
Pero no menos cierto es que otra importante cantidad de personas viven a la luz de negocios espurios, de prebendas estatales, de privilegios otorgados desde las sombras del poder. Obviamente esos individuos obtienen sus ingresos gracias a la influencia circunstancial de empleados que trabajan para la sociedad desde el Estado y que con atribuciones desmedidas más una absoluta discrecionalidad, deciden los destinos de esos fondos.
Es peligroso generalizar, pero más hipócrita es hacerse el distraído y hacer creer a los demás que la corrupción incluye a unos pocos cuando la realidad muestra a diario exactamente lo contrario. En todo caso, la tarea consiste en entender lo que sucede y asumir las verdaderas implicancias de defender ciertas ideas. Un Estado grande en el que los funcionarios tienen atribuciones inmensas gracias a regulaciones impulsadas inocentemente por personas que creen en las benevolencia de sistemas intervencionistas, solo genera más corrupción y de eso también hay que hacerse cargo.
Cuando alguien “puede” pagar por un favor a un funcionario, es porque previamente alguien creó un texto legal que lo habilita. Nadie abona dinero extra por algo que no resulta necesario. Cuando el Estado exige requisitos, allí nacen los sobornos. Sin regulaciones, simplemente, eso no sería posible.
Son los votantes y sus ideas políticas, los que han generado esta dinámica interminable de múltiples controles e infinitas regulaciones. Son esas normas, esa excesiva burocracia estatal, la que multiplica los hechos de corrupción. Allí está la causa y no en la falsa moral que se pretende de los demás cuando en la vida propia se hace algo demasiado parecido.
No se resuelve nada con retórica y voluntarismo moral. El problema no es que la mitad de los empresarios reconozcan que están dispuestos a cometer cohecho, sino que la otra mitad no asuma que también lo hace. La solución pasa por comprender lo que ocurre, eliminar la inmoral burocracia, los excesos regulatorios y terminar con la cultura de pretender controlarlo todo.
Sin esa acción decidida todo seguirá igual y los políticos continuarán creando normativas, porque ellos sí saben como se consiguen recursos adicionales con esa modalidad. Por eso estimulan estas ideas, para poder crear reglas que les permitan utilizarlas para su provecho personal.
Para que un inconveniente no encuentre solución precisa de un diagnóstico equivocado. Si la evaluación de la situación es errónea, las chances concretas de resolverlas son nulas. Es por eso que no hay que cometer el infantil error de quedarse con la mirada simplista de observar las consecuencias de los hechos, sino en todo caso, si se está disconforme con el presente, comprender como funciona todo y actuar sobre las verdaderas causas que lo originan. Solo así se puede cambiar la historia. El resto es solo una versión más del cinismo contemporáneo.