Una conjetura se ha instalado como verdad revelada, cuando en realidad no tiene demostración empírica alguna que la sostenga. Son demasiados los que entienden que la causa que explica la situación actual de inmoralidad, mediocridad y pobreza tiene que ver con la ausencia de educación.
Cuando se aborda el debate sobre como salir de ese cuello de botella que propone el presente y superar así las mediocridades de este tiempo, parece inevitable caer en el simplismo de establecer un paralelo entre la ignorancia de la gente y el modo de seleccionar a los dirigentes políticos responsables de conducir los destinos de una comunidad.
En realidad se podrían mencionar ejemplos que demuestran exactamente lo contrario. Sociedades muy cultas, amantes del arte, la literatura y la música han elegido como gobernantes a déspotas autoritarios, capaces de cometer las más grandes masacres que la humanidad recuerde.
La educación bien entendida es un valor, pero es un error muy frecuente creer que es una condición indispensable para el desarrollo. Si se repasan las estadísticas mundiales en la materia, se identifican con facilidad a un grupo de naciones que ostentan esa virtud, pero no es casual que se trate de países desarrollados. El error conceptual es suponer que la educación generó el desarrollo, cuando en realidad, en la inmensa mayoría de los casos, el proceso ha sido justamente el inverso.
Es necesario desterrar esa falacia que sostiene que invirtiendo presupuestos gigantescos en educación se logrará desarrollo, porque esta postura invita a depositar energías en estrategias incorrectas que no encuentran soporte alguno en ningún argumento sólido que se apoye en evidencias concretas.
Parece apasionante esa mirada, simpática por cierto, pero se debe comprender que se trata de un espejismo, un análisis superficial y un desorden de factores al momento de relatar las experiencias de cada nación. Es una ingenuidad creer que un sistema educativo formal puede convertir a un país inmoral en virtuoso, o a una nación pobre en rica.
Son las reglas de juego razonables, un marco institucional adecuado, el clima apropiado de las ideas, la implementación de políticas públicas atinadas las que, en definitiva, conducen al progreso y al desarrollo.
Es desde allí donde se llega a niveles educativos elevados y no al revés. Claro que existen ejemplos que transitaron ambas caminos en paralelo y es posible confundir en esos casos determinadas causas con ciertos efectos.
Pero no se debe caer en el infantilismo de pensar que si se destinan cuantiosas cifras de dinero al sistema educativo, la nación mágicamente encuentra su rumbo, como si se tratara de un fenómeno lineal, carente de otros ingredientes mucho más influyentes en el recorrido.
Este planteo no pretende ser una apología del analfabetismo, ni tampoco un elogio a conductas indeseadas. En todo caso, es el reconocimiento empírico de cómo funciona la mente humana frente a ciertos estímulos concretos.
Un jefe de familia que no puede alimentar a sus hijos solo se concentra en lograrlo, y es por eso que la educación no es su prioridad. Pero cuando consigue superar esa barrera que le plantea la indigencia, entiende que sus hijos merecen una oportunidad mejor, esa que el no disfrutó, y es entonces, cuando los individuos asumen la trascendencia de la educación y no antes.
La historia de los países más eficientes del mundo muestra esta secuencia con inconfundible claridad. De hecho, la inmensa mayoría de ellos crecieron gracias a la tenacidad, el talento y el esfuerzo de varias generaciones de personas que sin una formación educativa rigurosa, siendo desinformados e incultos, tuvieron un norte claro y una decisión inequívoca de prosperar.
La educación que tanto se enaltece en este tiempo vino después. Hoy pueden mostrarlo, luego de varios años, inclusive después de décadas y generaciones de ciudadanos bajo esa dinámica, pueden ufanarse de tocar el cielo con las manos y de convertirse en naciones sabias, dedicadas a la investigación, invirtiendo en un sistema que les permite cultivarse, aprender y desarrollar nuevas aptitudes, que en este nuevo marco garantizan la tendencia hacia el progreso con mayor sustentabilidad.
El planteo no pasa por menoscabar la relevancia de la educación, ni ponerla un peldaño abajo en la lista de atributos deseables, sino en todo caso destacarla como un verdadero valor, pero sin caer en la trampa inocente de colocarla en un falso pedestal y anteponerla frente a otras prioridades que, sin dudas, definen el progreso de una sociedad e inciden en su futuro.
Si realmente se quiere prosperar hay que comprender las reglas de esa dinámica. Partiendo de un diagnóstico equivocado se transitará también por un camino de soluciones ineficientes y sobrevendrá entonces la frustración.
La gente puede equivocarse al seleccionar a sus conductores, pero ese fenómeno no necesariamente es el derivado de su ignorancia. Es posible que tenga que ver, en todo caso, con el excesivo nivel de dependencia económica de los individuos respecto de sus gobiernos y una autoestima ciudadana debilitada que resulta más que funcional en ese esquema.
Vale la pena revisar esta posición. No se debe seguir insistiendo en visiones equivocadas. Ese derrotero mantiene a la sociedad en esta especie de círculo vicioso que no conduce a ninguna parte y que condena a seguir como hasta ahora, es decir sin futuro y sin educación. Esa educación que en realidad será la consecuencia del desarrollo y no la causa del progreso.