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Bosco Ortega
Lunes, 23 de febrero de 2015
Dos mujeres ,recíprocas
La Providencia, en ocasiones, nos premia con merecimientos inmerecidos. A veces, merecemos más de lo que nuestros méritos determinan. “Si tengo que hablar del hombre hablo de mí mismo, que es el que más a mano tengo”, escribió Miguel de Unamuno


Entonces, hablo, escribo y testimonio acerca de dos mujeres sustantivas y constructivas que alientan mi data de vida.
Una, Amanda Mayor de Piérola, artista, poetisa y maestra; otra, Iride Isabel María Grillo, jueza, escritora, y docente, unidas en la ofrenda y consagración de sus existencias a los derechos humanos y garantías constitucionales.

Ardua lucha ardua que no admite descanso, que asegura vigilia y promete conflictos. Ellas, en sus presupuestos respectivos, los asumieron como factor de riesgo, sujeto de conflicto y actor de cambio. Salieron al camino, y, después, fueron camino.
De la primera, conservo una reminiscencia indeleble en la memoria del corazón, memoria que no se indulta, corrompe o acalla.

La recuerdo, esbelta y distinguida, sobre un andamio precario, pintando el boceto de un mural en el tímpano de fondo del Aula Magna, de la Universidad Nacional del Nordeste. Su cabeza lucía un turbante de color gris tenue que ocultaba la cicatríz reciente de una operación de aneurisma cerebral. Memoro el esfuerzo y exigencia físicos por las horas de pie ante la vasta pared en su estado de salud.

El rostro de sonrisa invicta, una dulzura envolvente y su voluntad de conciencia sostuvieron erguidas las minuciosas jornadas de aquella saga pictórica y política.

La obra Argentina, dolor y esperanza, fue hecha entre Julio y Agosto de 1986, en homenaje a los Mártires de Margarita Belén y a Fernando Gabriel Piérola, su hijo, estudiante y militante político, fusilado y desaparecido. Aquel trabajo tuvo la asistencia de plásticos de Entre Ríos, su cosmos natal, del Chaco y el aporte afectivo de la lista Unidad, de la facultad de Ingeniería.

La escena nace y brota en un joven con los brazos abiertos y las manos unidas a otros pares, traspasado por cuatro estacas de madera en pleno plexo, traducción crística de un martirio. Detrás, una corona de secuencias que constela sesiones de tortura, cuerpos suspendidos, traslado de comandos, marchas de obreros, trabajo en una fábrica, familiares en espera, secuencia de alunizaje y caballos en una llanura -unidos por Las Madres de Plaza de Mayo, puente carnal que atraviesa todos los episodios- concentra el friso de un genocidio perpetrado por el bestiario de la dictadura.

Esa imagen panóptica y polisémica, a la vez, atraviesa dos centurias, encarna al imaginario colectivo y circula por el orbe, a la manera de un viviente memorial planetario.

A partir de aquella experiencia de belleza compartida y suspendida (en rigor) del andamio amoroso de su corazón, cultivamos una amistad incesante y entrañable, desde el origen de las marchas y caravanas a Margarita Belén, cada 13 de Diciembre; en la vieja cruz de madera y, luego, en el monumento de Luis Díaz Córdoba; los actos en la Plaza 25 de Mayo y en la Casa de la Memoria, hasta el encuentro último, junto a Pitu Lestani, su hermana elegida.

Amanda, nuestra Madre Coraje, partió sin hallar en la tierra a Fernando, quien la aguardó para el encuentro definitivo en la patria celeste. Nos legó el testamento de su demanda por justicia histórica y jurídica, como herencia y mandato inclaudicables.

Para Ella, Margarita Belén, Gólgota colectivo, holocausto amoroso de una generación, fue su donación y oblación de cuerpo y espíritu: el ofertorio de su memoria voluntad y entendimiento.

Enferma, hasta el aliento postrero levantó la bandera de una esperanza luminosa, dinámica y tolerante, desplegada por la alegría fraterna de saber que su causa era la de un alma- víctima, en el sentido de ofrenda cristiana. Así la sufrió y gozó, hasta su epílogo, sin renuncia, rumbo al horizonte ascendido de la verdad.
Otra, Iride Isabel María Grillo, persistente.

Su figura cabe en un camafeo y su carácter se cifra en un oxímoron: etérea solidez. La conocí por su versátil trayectoria aúlica y su desempeño en el Juzgado Civil y Comercial N° 2, riguroso y efectivo, por la voz del magistrado que, sólo, habla a través de su sentencia.

La pérdida imprevista de Nicolás Alexander, su joven hijo, mártir del camino, transfiguró su existencia. Espejo de Amanda, hizo de su tragedia íntima una demanda pública a la intemperie de las avenidas y las madrugadas, a la manera de un atalaya bajo las estrellas. Fundó y organizó, Padres en la Ruta, junto a otros progenitores siniestrados, una organización no gubernamental de conciencia alerta y preventiva contra el vértigo frívolo y la impunidad concertada que prologan y prefacian los siniestros viales, de jurisdicción provincial.

Una carrera brillante y prolífica que integra cátedras de Derecho Constitucional y Sociología en la Universidad Nacional del Nordeste; nueve libros propios y otros en coautoría sobre asuntos jurídicos, diversos y distintos; miembro de número en instituciones académicas argentinas; tribunal de consulta en concursos; distinciones y premios del gobierno y especialistas; reconocimiento por el voto unánime del público y la distinción como jueza del Tribunal de Justicia chaqueño, en sinopsis breviaria, fue tributada en homenaje al fruto de su vientre y convertido en “axis mundi” de su vida, luz cenital de compromiso supremo.

Aquel dolor inefable obró un signo de fe en orden al misterio. Durante la internación de su hijo en la terapia intensiva del Hospital Perrando, rezaba el Rosario, todas las tardes, a la vera de un árbol enfermizo y endeble, al costado derecho de la galería de acceso a la parte nueva del nosocomio. La unción de su fervor creyente logró insuflar energía al ramaje exhausto y retornarlo invicto al paisaje del patio. Hoy, una cruz y una placa en el lugar certifican aquel hecho vívido.

Guardo un momento suyo, grabado en la pupila de mi vivencia. De rodillas, ante el Santísimo de la iglesia de María Auxiliadora, orando, a las tres de la tarde, la hora nona del sacrificio de Jesús, cordero pascual. Sumida en silencio adorante, ofrecía su presencia de junco y cirio, temblor y fuego, al Kairós, tiempo de Dios, en la eternidad suspendida entre su corazón y el Transfigurado Eucarístico.

La nave del templo contenía su viaje oratorio y la irrupción, imprevista, de una paloma (de las varias que ingresan, súbitas, por los ventanales que vinculan a la galería del colegio Don Bosco) certificando su rúbrica aérea. Cumplido su rito, salía, rauda, rumbo al despacho vespertino.

Criatura de logos y fidei, de jurisprudencia y hermenéutica, de plegaria y doctrina, Chabela, nombre de afecto comunitario, honra su don místico a la luz de la revelación y de la razón para impartir derecho y acercar justicia en orden de amor, misericordia y perdón; sin alterar su condición, equidistante y equitativa, de civitas y servidora de la ley.

Ambas, acuñaron con su prédica y su práctica los perfiles recíprocos de dos mujeres de grandeza, suya y propia.




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