El agua es el espejo del tiempo, donde se mira el hombre. En el flujo de su marea se reconoce precario, limitado y temporal. Mirando el agua, el hombre intenta hacer pie en la tierra; busca y desea ser raíz y tallo, savia y flor, surco y fruto. Pero el agua es su signo, donde anidó nueve lunas en el milagro supremo de la Creación, y desde donde emerge al encuentro del misterio de la vida. Su peripecia es remar, agua adentro; con sacrificio y esperanza, como Pedro en el mar de Galilea, hacia el abrazo final con la Verdad.
Nuestra vida es contemplar desde la ribera el paso del agua que se lleva el rostro de nuestra historia. Y observar la docencia de la corriente, maestra de temporalidad. Aprender a entender el sentido de nuestra vida: nacer, fluir y seguir. Ese es nuestro mandato, seguir el curso del agua. En rigor, aceptar ser la corriente misma. Nuestro destino es hacer nuestra historia, mientras pasamos dejando huellas por ser y para ser.
El río, hijo del mar, nos enseña a convivir en lo pasajero de lo humano con lo duradero de lo eterno. Arrastra, transporta y transita hacia arriba y hacia delante, como la vida misma, sin detenerse. Aprendemos a subir el rumbo del agua con la brújula de nuestro corazón que sigue el norte de su credo, el astrolabio de su deseo y la rosa de los vientos de su alma.
Oh, Paraná, “pariente del mar”, lengua del ancestro tupí-guaraní, vienes del origen del Paranaíba, corazón del Matto Groso, por el sendero de la Cuenca del Plata, la más extensa de Sudamérica. Hermano menor del Amazonas, como un infinito camino transparente, espejo del cielo, senda del pez, cuna de la canoa, con tu vértigo legendario transformas el horizonte en la utopía de nuestro viaje: parece cerca, pero nos sirve para seguir.
Tu vientre de mito vivo guarda la clave de nuestros Mártires del Paraná, el designio de tu llamado, el mandato de su holocausto: arder tu agua y encender tu cauce con el fuego sagrado de su pasión chamamecera. Partieron a tu encuentro y los abrazaste para integrarlos a tu condición de distancia unánime.
Ellos, Zitto Segovia, Jhony Bher, Daniel Aguirre, Alberto Paniagua, Joaquín Adán y Miguel Ángel Sheridan, y los hermanos choferes, ya son “avío” de tu travesía, viajeros de tu partida, peregrinos de tu infinitud. Ya, patrimonio transparente de la herencia cósmica y del tributo humano al erario de la historia. Ya, Paraná, eres sustantivo por su donación de cuerpos y almas, por su ofrenda de latidos y cantares, por su oblación de trabajo y futuro. Ya, río, son tuyos. Ésta es tu riqueza flotante.
Vigías de mareas y atalayas de memoria; melodías del silencio y sones del rocío; remos del grito y huellas del temblor, surca su leyenda el trópico nordestino y perdura, como un tatuaje pulsante y vigente en el Amor del pueblo, leal y fiel, al hacerlos Suyos.
Testigos de dos siglos, nuevos en el canto nuevo que tiene la juventud destilada por la belleza, la historia y la tradición; viven, perviven y sobreviven en la soberanía de recuerdo que elige la memoria. Ya están en el lucero de la aurora y en la cigarra del ocaso y en el cenit del mediodía que luce el brillo de su música de jilgueros martirizados.
Adonde vayas, Paraná, siguen con tu correntada entre las islas y los bancos, los meandros y los esteros; las pupilas nómades del irupé y la elipse de la garza; el arco curvo y áureo del dorado y el salto del surubí; el trino del zorzal y la cadencia de la calandria; el sobrevuelo del martín pescador, el chiflido del benteveo y la letanía del boyero; la saeta del ciervo de los pantanos y el sumerger del carpincho; el rumor del junco y el arpa del sauce; la linfa del ceibo y el aroma leve del clavel del aire; todo el paisaje te los trae, vivos, en el aire, inédito y cotidiano del amanecer. Allá van, chamigo Paraná, suspensos en los mástiles de las guitarras y en los velámenes de los cordajes abiertos al viento criollo de la América morena; herederos del tape y del abá; estirpe paisana y linaje mestizo; hijos de la tierra que buscan el Avymareí que los lleve hacia la Tierra sin Males.
Renacidos en la memoria popular desde tu placenta inmemorial por el pujo del pueblo que los vuelve a dar a luz en su aceptación y los alumbra, criaturas de amorosa sonoridad, para la familia anónima de los poetas, músicos, cantores y bailarines que toman su estandarte armónico en nombre de su alta honra y honor de chamameceros.
Son tuyos en tu memoria, río; prosiguen su sino de fluyente eternidad rumbo al encuentro del mar, uno y plural, en cada patria y cada hombre del orbe. Y serán Ellos, diversos y distintos; pero nuestros y propios en el concierto del planeta. Reconocibles por su identidad y mismidad; vencedores del combate del canto por la épica de la memoria, batalla que la Providencia redime a la arena y el calendario humanos. Su proa de almas es parte del Universo. El tiempo los distinguirá por el sapukay de su corazón, morada de gracia del Pueblo.
PROFETA EN TU TIERRA Chamamé
Cada aurora vuelve tu canto en la clave del corazón, la sonora cruz sin quebranto de palosanto y diapasón.
Brilla tu guitarra cobriza de criollo y chaqueño juglar, en toba y guaraní mestiza, de hacha y tiza para opinar.
Patriota de noble mano, por la Patria Grande, cantor, criollo del planeta y paisano, avá hermano de truco y flor.
Al que canta y no se destierra lo ama el pueblo en su libertad: Zitto Segovia, profeta en tu tierra, tu vida encierra esa verdad.
Aquella semilla pionera es belleza de luz y visión, criaturas de una primavera que florece otra vibración.
Entona tu alma peregrina su himno celeste al Nombrador: la belleza nunca termina y ante Dios inclina el verdor.