La obra de Ernesto Canteros (1934-2016) es llamado, respuesta y destino a una causa de canto. Su nacer en el Lote 200, cerca del Río Negro; su hacer desde su Peña legendaria, en Villa San Martín, y su saber adquirido en casi treinta años de huella en patria, desde El Bolsón, en Río Negro, lo templaron para escuchar el clamor de la tierra madre, quemar su nave surera y retornar a su terruño para el reencuentro definitivo con su fruto, savia y cepa de madurada Chaqueñidad, condición vigílica y suprema del chaqueño en trance de identidad. Tres movimientos de una sinfonía existencial: preludio de la distancia, solo de la experiencia y celebración del retorno. Después, la vuelta que cumple el mandato del gaucho Fierro: buscar su sentido.
Antes de su partir, mediodía de los sesenta, Piti, apócope de infancia, ya tenía un cancionero sustantivo en una provincia incipiente, aún, de temas propios; con himnos y salmos de sus naciones primigenias y tributaria de la herencia del chamamé, con su construcción de asuntos y melodías, de raigambre guaraní.
Su canción inicia su ascenso hacia la luz bautismal del entorno nativo. Éste rito de pasaje a su dimensión telúrica, lo comparte junto a una trilogía providencial para su sonoro amanecer: Néstor Antonio “Bagual” Fuentes, sabio visionario de la coreografía amerindia, habitada por la Naturaleza danzante; Oscar Delfino D´aroz, alquimista de imágenes chaquenses y maestro inicial de Pedro Luis Raota, fotógrafo argentino de resonancia internacional y Miguel Ignacio del Valle Curi, poeta, periodista, guardaparques y defensor de las reservas naturales, “el Belgrano de la ecología chaqueña”, que hubiera suscripto, jubiloso, al Laudato Si, del Papa Francisco. Ellos, formaron los cuatro mosqueteros del monte que asumieron un pacto vital y un juramento tácito en homenaje y conocimiento del paisaje íntimo de su nacencia. Juntos, protagonizaron travesías de búsqueda y hallazgo de los dones y gracias del Gran Chaco del Gualamba, rastreado por el genio poético-histórico de Ramón de las Mercedes Tissera.
El conjunto de su cancionero es un Naturario musical. Fernando López, productor de Odeón, intuyó el sino silvestre de aquel cantautor inédito, y escribe en el prólogo de Pago El Perdido (1969): “En las noches chaqueñas -o chaqueñeras, para expresarlo con verba nativa- el rancho de Piti Canteros es la cita de la cordialidad regional, entre cantos y guitarreadas. Ernesto Canteros nació en Resistencia, capital de la provincia, hace 33 años, y en tonadas y melodías cumple allí su fervorosa devoción filial al antiguo territorio del Gran Chaco Gualamba, el de los bravos tobas, mocovíes, abipones y matacos. La propia naturaleza trasmite su fuerza vegetal a éstos hombres que se dan por igual al esfuerzo laborioso y al lírico sentimiento. La dureza del quebracho y el vago frescor del laurel amarillo, las espinas del tala y la suave flor del palo borracho, el tronco aguantador del ñandubay y el perfume dulzón del jacarandá. Todo eso es un trasfondo de los temas que Ernesto Canteros entona en primer plano, haciéndose personero de la voz del Chaco que, allá arriba del mapa de la tierra argentina, tiene forma de pájaro. Y todo eso está en éste disco de Ernesto Canteros, que sale a recorrer mundo, depositando en manos amigas su milagro de ubicuidad, y ganando nuevos admiradores para su verdad cancionera”.
Eso (y ése) era Canteros, el hijo de Guadalupe y Cirilo Contreras, “clavija de palo”, guitarrero correntino: un constelador de nombres y hombres, lugares y presencias, decires y sentires, sitios y signos, cifra del universo “chaqueñizado” por su intento de cantarlo al definirlo.
La vida invirtió y consumó en orden a la interpretación de su comarca y circunstancia, situada en el “axis mundi” de su cosmovisión suramericana: el Chaco, eje del orbe. Aquí, su desvelo primordial hasta el aliento último de su existencia: ofrecer testimonio de su ser en clave de Chacú.
“La poesía se hace con cosas”, enseñó Saint John Perse, nombrador planetario. El legado canteriano se constituye materia del paisaje boreal. Una mirada profunda a la temática desarrollada con Curi, sobre todo, y Hugo Marenco, revela una concentración fito, icto y zoogeográfica de nuestra provincia. Sus letras, ceñidas y puntales, sentidas y pensadas con un propósito determinado, tienen su encarnadura en la sustancia de su circunstancia concreta; fija su nervio y sangre, carne y hueso, al cuerpo vivo de su estirpe mestiza; hunde su raíz, re-conocida, al humus originario de una región con una data de 5.000 años de asentamiento Guaycurú.
Lapacho, isipó, mborebí, carpinchos, carrizales, kuchui´guy guy, yerutí, curiyú, manduí, surubí, sedal, ceibal, lapacho, maíz, bichero, cimbra, jornal, camalotal, cortaderas, curuvica, sapucai, irupé, ñasaindy, chicharra, carrizal, totora, timbó, guayacán, puma, maroma, espinel, mitá roguaré, aliso, pique, ranchada, imaguaré, son un prisma de voces del criollo solar y un telar canoro del ancestro guarán que visten con su joyerío montaráz los agudos acentos de su avañeé ancestral.
Hasta los entrados ochenta, tocó, pie al suelo, al modo del músico de fogones; memorando textos de cincuenta años atrás; con las bordonas vibrantes, escuela de su estilo, que signó a otros violeros, como Ramón Zacarías; soberano de una oralidad rica, vasta y recia que atraía y conmovía por la reminiscencia de una época, cenital en el folklore, que lo tuvo de pionero indiscutido.
Se fue, como llegó: simpático y afable, respetuoso y elegante, con su sonrisa invicta en el horizonte de la amistad. Piti, un clásico viviente.