La llegada al poder de Donald Trump como Presidente de los Estados Unidos ha generado todo tipo de reacciones en su país y también en el mundo entero. Hoy, frente al hecho consumado, reina un absoluto desconcierto.
Nadie entiende demasiado lo que sucedió en los últimos meses. La mayoría creía que este empresario aventurero lanzado a la política no triunfaría y todos sus dislates se detendrían en algún lugar del recorrido electoral.
Casi todos suponían que no superaría las primarias republicanas pero pudo ganarlas sin grandes contratiempos. Los más temerosos sostenían que sería recién en la elección general donde culminaría su patético delirio, pero eso tampoco es lo que ocurrió y también allí obtuvo una victoria.
Durante la campaña cometió todo tipo de incorrecciones. Dijo lo indebido, en el tono inadecuado, en los lugares inapropiados y lejos de retroceder, frente a cada despropósito, redobló las apuestas con cierta cuota de ambigüedad, desdiciéndose a si mismo descaradamente, sin pudor.
Su discurso es burdamente contradictorio pero sorprendentemente efectista. Sus inconsistencias son inocultablemente evidentes, pero esto no parece preocuparle ni a él, ni a sus votantes, que también se dan cuenta, pero escogen selectivamente esa parte de sus planteos con las que mayores afinidades tienen, descartando el resto como si no existiera.
En esa ensalada ideológica que ostenta este personaje mesiánico y que tropieza con sus propias fragilidades argumentales, intenta mostrarse seguro, autosuficiente, transmitiendo la sensación de control total.
Algunos le creen, pero muy pocos están convencidos de que ese sea su perfil auténtico y genuino. Sospechan que todo esto se trata en realidad de la caricatura de un gran simulador que sobreactúa casi todo.
Su inexperiencia política podría ser una debilidad gigante y entender ciertos códigos propios de la actividad le llevará mucho tiempo. No menos cierto es que las grandes reformas de la historia casi siempre nacieron desde afuera del sistema y no de la mano de los eternos continuadores seriales.
Habrá que confiar en que la tradición americana y su envidiable modelo de república en el que los frenos y contrapesos funcionan adecuadamente hagan su parte a tiempo y construyan esa red de contención que evite los desmanes, minimice los excesos y permita amortiguar el impacto de cualquier desquicio que se intente implementar improvisadamente.
El futuro está lleno de incertidumbre y nadie sabe lo que ocurrirá. Es posible que todo esto sea solo parte del show que continúa montando este nuevo protagonista de la escena política. O tal vez sea algo mucho más peligroso que se concretará muy pronto convirtiéndose en la nueva realidad global.
La responsabilidad de lo que viene no depende solo de Trump, sino también de los reflejos de los poderes constitucionales de esa gran nación y de una madura actitud ciudadana que podría resumirse en aquella cita de Thomas Jefferson que recuerda que “el precio de la libertad, es su eterna vigilancia”.
El sistema político americano enfrenta un enorme desafío. Debe evitar la inercia de seguir lamentándose por lo ocurrido y asumir la autocrítica imprescindible, haciéndose cargo de la larga secuencia de innumerables errores que son los verdaderos padres de este nuevo engendro político.
Es primordial que se encaren reformas estructurales en los principales partidos políticos. Nada nuevo sucederá si esa tarea no se aborda con inteligencia y con profundidad. El riesgo de que este impredecible espécimen de la política contemporánea mantenga el rumbo está latente.
La política mundial está mutando desde hace algún tiempo. Se asisten a cambios que parecían aislados e imperceptibles, pero que se están replicando con potencia. Ya dejaron de ser fenómenos locales y se vienen multiplicando, con matices pero con inusitada fuerza, en todo el planeta.
Indudablemente el mundo está girando y es vital tomar nota de lo que está sucediendo para eludir la trampa de subestimar las consecuencias de esas transformaciones que dejaron de ser esporádicas y ya son parte del paisaje.
El transcurrir de los meses mostrará la verdadera personalidad de este nuevo líder global. También quedará en evidencia cuál es su “modus operandi”. Por ahora solo pueden hacerse conjeturas, pero pronto se dispondrá de información más concreta para evaluar esta nueva dinámica.
Mientras algunos hoy creen que se trata de una nueva forma de hacer política cumpliendo con todo lo prometido, otros perciben solo meros recursos tácticos y algunos ardides negociadores que apelan a las amenazas para correr el eje central y obtener avances hacia sus propios objetivos.
Más allá de los estilos, las formas y los exabruptos, lo que preocupa es el contenido que subyace en las consignas. La idea de que un país cerrando sus puertas puede progresar es falsa. Abundan demasiadas evidencias que demuestran exactamente lo contrario y Estados Unidos lo sabe por su propia experiencia y puede contarlo con lujo de detalles.
El nuevo discurso destiñe. Un nacionalismo exacerbado, acompañado de un renovado proteccionismo económico no solo no traerá prosperidad sino que postergará a sus ciudadanos obligándolos a pagar cada vez más por lo mismo y lo que los hará perder lugares en esta irreversible carrera global.
Incentivar odios, buscar enemigos apelando a la confrontación sistemática es una fórmula que solo destruye a quien la genera. El mundo, a lo largo de su propia historia, es testigo de múltiples experimentos que lo confirman.
Es difícil saber qué es lo que sucederá. Asoma un gran signo de interrogación, pero es indudable que las señales que se vislumbran preocupan y mucho. Por ahora Trump es sinónimo de perplejidad.