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EL MISMO VIEJO RUIDO
Martes, 19 de septiembre de 2017
Miguel Ángel Molfino: a la búsqueda de los personajes perdidos
El 8 de mayo de 1994 se presentó la primera edición de EL MISMO VIEJO RUIDO, libro de Miguel Ángel Molfino que, discretamente, se convirtió en lo que suelen llamar “clásico de culto”. A quienes hacemos Colección Mulita, ese libro, sus cuentos, nos dejaron una huella que lucimos con orgullo

Aquella vez, Mempo Giardinelli fue uno de los encargados de lanzarlo al ruedo, y lo hizo con un minucioso recorrido, cuento a cuento, que aquí recuperamos, con alegría y admiración.

Por Mempo Giardinelli
Si la literatura –y específicamente el género cuento– son como creo un camino hacia el conocimiento, una indagación sobre el alma humana y sobre todo una propuesta formal siempre renovada y renovadora, las capacidades literarias de Molfino son vastas y precisas.

Maneja los intertextos con una solvencia poco común, y ejemplo de ello es Ralph Endicott, personaje secundario de Scott Fitzgerald y otros autores, que evoca a Pirandello, a Hemingway y a Riestra y que en “La muerte viaja en una Olivetti,” ese primer relato lleno de encanto y sabrosura, rinde homenaje a los tough writers estadounidenses en un periplo delicioso por el naturalismo y la parodia; y en el que también están el Larsen de Onetti y el arltiano Erdosain, responsable este último de conseguirle "empleo de muerto".

Ese cuento se resuelve, además, de manera inusualmente brillante cuando el autor-narrador (Cara-con-anteojos) recupera el dominio del cuento (que jamás había perdido, narrativamente) y da cuenta de Ralph Endicott en una solitaria carretera chaqueña y en un viejo Di Tella 1500, que para mí es metáfora de las viejas Olivettis.

En "Farewell" estamos en presencia, una vez más, del cuento imposible, o perdido. Es decir: el cuento nos enfrenta otra vez con el problema del autor frente a su texto. Hay un tipo en un muelle de Puerto Barranqueras, que es el puerto de Resistencia sobre el Paraná, mientras en otro plano temporal otro tipo (¿el alter ego del narrador?) está preso y la requisa de la cárcel le mata al personaje de un cuento.

Pero el personaje persiste en su empecinada vitalidad. Otra vez es la búsqueda del revés de la trama de lo conocido: como en "La muerte viaja en una Olivetti", son los personajes los que buscan al autor, que es Molfino, y ése es el otro punto de vista. Curiosamente, además, este tipo que se bambolea en el muelle, a punto de suicidio, al igual que Ralph Endicott viste un "traje de gabardina azul".

En esta crónica del suicidio (que no es sino la metafórica crónica de la muerte de un recuerdo, de otra nostalgia) las dos escrituras (la evocada en prisión y ésta de la observación del tipo en el muelle, ahora desprovista de "animales retóricos" y con el "debut" escénico de un suboficial de la Prefectura) trazan planos paralelos que colorean la paradoja prisión-libertad.

La nostalgia, en Molfino, para mí es la nostalgia de la palabra perdida. No sólo por lo obvio –la prisión, siempre manejada con una delicadeza admirable, verdadera clase magistral de sutileza literaria– sino porque su prosa subraya la jerarquización del instrumento que convoca al escritor. Escuchémoslo: "Sólo con el correr de los años aprendí a desconfiar de las palabras que traficaba la familia: seducían, domesticadas; envolvían, maternales y fáciles.

Pero al trasluz de las lámparas del comedor y mecidas por la noche, en el murmullo sofocado y destejido de las voces, mostraban sus lomos perversos y negados, las enmascaradas. Una docilidad casi religiosa hacía que contaran una historia y en el espesor de esa historia podían atisbarse, fugazmente, las fajas sumergidas de otras palabras, aplastadas, huidizas, del mismo modo que las capas geológicas ocultan y narran los sucesos terrestres".

En "Mojave" se repiten otros motivos molfinianos: el cine, los claroscuros y los contraluces como el que tiene la figura de Patiño. Estos recursos adquieren aquí una extraña luminosidad. Otra vez hay dos planos narrativos que se desandan mediante flashbacks cinematográficos de modo que la historia es una vez más dos historias: la que se cuenta en el cuento (el forastero que cuenta una historia en inglés, en Resistencia) y la que cuenta (sórdida, tremenda) el mismo forastero de lo sucedido en el desierto californiano del Mojave.

Cuando leí por primera vez el cuento que se titula “La muerte viaja en una Olivetti” sentí que estaba ante uno de los mejores cuentos que jamás se han escrito. Una joya literaria, un cuento moderno, casi perfecto, que no dudo hubieran adorado Cortázar y Rulfo. En mi opinión es un cuento antológico, memorable, porque combina realidad y fantasía, tensión e intensidad, clima y firmeza, sorpresa y poesía, y porque en esencia es un maravilloso acercamiento a una de las otras caras de la literatura: el punto de vista de los personajes literarios en busca de sus autores.

Ya lo sé: iniciar así esta presentación es inevitable que parezca en exceso laudatoria. Y bueno. Pero no puede ser de otra manera, por dos razones: primero, porque los afectos para mí son protagónicos y Miguel es uno de los tipos que yo más quiero en este mundo; y además porque admiro incondicionalmente la literatura que él produce.

Conozco a este hombre desde siempre, si siempre es toda nuestra vida. Nacimos cuando acababan los 40 en la misma ciudad de Resistencia, compartimos el Chaco, el estilo de vida de los burgueses provincianos, una educación, una formación ética y cultural, y una infancia y una adolescencia comunes (incluyendo cumpleaños, comuniones, siestas, calores, ríos, la amistad de nuestros padres –en rigor: la admiración que los míos sentían por el viejo Molfino Vénere, que fue pianista y buen poeta–).

Y también compartimos los ideales que signaron a nuestra generación en los años 70, cuando a él le tocó vivir circunstancias tremendas, perseguido y encarcelado durante la dictadura y protagonista de un drama personal y familiar del que es necesario –por discresión– eximirnos aquí de mencionar.

Por eso, digamos que es por azar que estamos aquí reunidos. (Y digo azar por llamar de manera suave a la tragedia que vivimos los que entonces teníamos 20 años y soñábamos que la Utopía era inmediata, en vez de ser –como hoy creo que es– siempre un punto de partida). Por un fantástico azar estamos aquí, celebratorios, a punto de retorcerle el pescuezo al condenado azar con este libro.

Porque hoy y aquí se acaba la injusta ineditez narrativa de este extraordinario escritor. Que Molfino era un excelente cuentista al que sin embargo no se podía leer en libro, ya venía siendo un clásico de las injusticias literarias argentinas.

Desde luego, cualquiera puede pensar que esto que vengo diciendo es irrelevante a la hora de hablar de literatura. Cualquiera sabe que una cosa es la amistad y otra la literatura. Muy bien. Pero hubiera sido falso de mi parte no expresar lo antedicho, porque siempre que leo a Molfino se me autoconvocan y mezclan la admiración y los afectos.

En la escritura de Molfino veo una serie de virtudes que están contenidas –todas ellas– en estos cuentos. En primer lugar, una vocación narrativa inquebrantable. Molfino tiene una brújula narrativa de Norte inmutable, que no le permite deslices, regodeos, demoras ni falsas densidades. Todo lo que cuenta tiene carnadura, sustancia y verosimilitud, aun –y precisamente– en la audacia de su constante vuelo imaginativo.

Todo es literatura para él, y su punto de vista autoral siempre es agudo, original, sorprendente. Al igual que sus maestros norteamericanos –a los que lee y relee por oficio y no por colonización mental– colocado en situación de narrador siempre va al grano y sabe colocar el gancho a la mandíbula que deja al lector deslumbrado, lleno de preguntas, saboreando situaciones pero no por las situaciones mismas sino por el modo como esas situaciones fueron colocadas en negro sobre blanco.

Tiene una brújula que parece californiana, Molfino, tiene metido al cine en las venas, en las tripas. Todo lo narra en imágenes, y maneja la frase corta y aguda como pocos. Por eso siempre digo que Molfino es el más norteamericano de los escritores argentinos, y además –mayor mérito– es el que menos se desespera por parecerlo.

Con preciso tono poético –por aquello de que lo que se hereda no se hurta–, la brújula de Molfino tiene un timing preciso: nunca se disgrega, jamás recurre al golpe bajo ni al artificio gratuito, y por eso sus personajes pueden ser, en casi todos los casos, patéticos y diletantes pero invariablemente sólidos. Molfino tiene la intuición narrativa de los grandes, la que tuvieron Quiroga y Arlt, por ejemplo, y eso es lo que le permite caminar sus cuentos con un pie en la realidad y el otro, siempre, en la fantasía y en la semioculta –y por ende, sabia– erudición.

La capacidad asociativa de este narrador reluce entonces, porque parece como que no se notan las presencias de Joyce y de Lamborghini, de Moisés Glombovsky y de Salinger, de Borges y de Hemingway. Que no constituyen melanges, como podría pensarse a primera vista, sino que son el resultado de bien digeridas lecturas, piedras basales para la osadía intelectual y el experimentalismo.

Cuando se tiene la audacia de probar siempre, y cuando el buscar se asume como un destino literario, hay que tener mucho olfato y mucho conocimiento, y Molfino los tiene y eso es lo que le permite crear situaciones imprevistas en las que reluce lo extraordinario de lo ordinario. Y eso mismo es lo que lo hace estar, en sus textos, siempre más allá de la vulgaridad y más acá de la pedantería. De ahí la contextura compacta de sus personajes.

Se podrá objetar que mi opinión no es imparcial, y tendrá razón quien piense así: no puedo ser imparcial porque, en primer lugar, la imparcialidad es un estilo que me resulta difícil.

Pero sobre todo porque Molfino es la clase de escritor que yo quisiera ser: uno que no se repite, que no curte siempre la misma onda ni se reitera en la utilización de unos pocos recursos más o menos ingeniosos. No, éste es la clase de escritor que siempre anda caminando por las cornisas, como debe hacer un escritor de raza, y nomás porque le apasiona buscar y porque tiene adentro, parafraseando a Miguel Hernández, un rayo que no cesa.

En todos los cuentos de este libro está presente la memoria, materia literaria que me seduce como ninguna, pero él la tiñe siempre de una nostalgia aparentemente casual que colorea sus textos; o mejor dicho: que a los blancos y negros los torna sepias. Ahí están los zapatos de charol y la gomina Brancato, los prostíbulos resistencianos y Clark Gable en "Saratoga" como en el cuento "El simple arte de besar", tenue pintura de época que es a la vez homenaje al cine, a lo visual, al género negro y a Chandler y Hemingway.

En "Quietos, sonrientes, mirando el pajarito" hay otro personaje perdido, esta vez "en una maleza de fotos familiares". La nostalgia ¬–¿qué otra cosa, si no, es la contemplación de viejos álbumes de fotografías?– se plantea como uno de los velos de otro conflicto (simulación-verdad) en dos historias que se entretejen y se destejen en la mirada del que narra la observación de la foto del Tío Theo, observación que es una re-lectura de la historia, y re-lectura que es a su vez re-escritura, que a su vez es re-escritura eterna, es decir: literatura.

Porque también el Tío Theo "toda su vida amó a una fotografía y a una mujer en esa fotografía". En este texto precioso y sugerente todo terminará (nostalgia, equívocos, fotos, cámara y el mismo Theo) en una noche de la que nadie querrá acordarse después.

"La frontera" es, de hecho, una instantánea. Realizada con la técnica del cuento breve, es como otra fotografía. En ella Molfino nos muestra su poética, instante de espera narrado a puro clima, sutil descripción de los límites –humanos y geográficos– con los que juega el cuento.

En "Gantry" retoma al mismo personaje, Anello, que ya apareció en "Mojave". Aquí el tema es el tiempo: un tipo muy gordo espera algo mientras mira la tele. El tiempo se le escurre como se le escurre a los enfermos y a los presos. En el texto se habla de 23 días, de 147 horas, y el tipo se pasa 12 días con una palabra "estacionada en su mente".

Es el tiempo y es la palabra: acaso las dos únicas propiedades privadas e intransferibles de los presos. Y a la vez este cuento es, de hecho, otra fotografía: la de un gordo ante un televisor encendido. Es la foto de una espera vacía, pero sobre todo es la confirmación de la desesperación del narrador por la carencia de alma de algunos de sus personajes.

Por eso el cuento está narrado al modo de Lamborghini, un poco a lo Carver, combinación estilística que se insinúa en todo el libro y que aquí se convierte en estilo propio antes que en homenaje, merced a ese aire incidentalmente trágico que cualquiera festejaría en Carver y que ahora vamos a celebrar en Molfino, argentino y chaqueño. El montaje de este cuento es casi perfecto, y utilizo la palabra "montaje" por varias razones: porque Molfino es publicista y amante del cine, y porque acaso no casualmente este cuento se titula "Gantry", que en inglés quiere decir "caballete", o sea: armazón sobre el que se monta una obra.

“El mismo viejo ruido”, cuento que da título al libro, es en mi opinión el texto más lamborghiniano de Molfino. Es decir: el más fotográficamente concebido. Basta leer la primera oración del cuento: "Vince le da la mano a Espíndola". En este cuento, que es la historia de una muerte por encargo, las fotos se dan en planos diversos y caóticos (como sucede cuando se miran fotografías): una casilla; el río a la altura de Antequera; un hotel de Asunción; la cárcel de Rawson; un automóvil. Los personajes aparecen difuminados, inaprehensibles como lo que son: seres fragmentados, pedazos de gente: contrabandistas, marginales, prostitutas, para quienes matar "es algo tan simple, tan arbitrario, matar digo, es tan simple".

Siempre he pensado que los escritores nacidos y criados en el Chaco inevitablemente estamos llenos de extranjeros, porque el Chaco es una tierra aluvional que siempre fue asiento de aventureros. Tierra demasiado joven para tener prestigio y tradiciones; demasiado caliente para tener mesura; y demasiado real para tener una literatura de pura imaginación, el imaginario chaquense pareciera que se nos presenta como un caleidoscopio en el que sólo necesitamos estirar la mano y alargar la vista para atrapar situaciones y personajes que encerrar en textos.

Ahora pienso, a la luz de los cuentos de Molfino, que el Chaco es también una tierra cuyos escribidores simplemente narramos la vida de alguna gente que en algún momento inexplicable de su existencia decidió irse a vivir a uno de los costados más miserables del mundo. Molfino lo muestra, con su talento, en personajes de nombres extraños, desusados para el corazón geográfico de la América del Sur, que son pura pasión, puro cine, pura literatura: Ralph Endicott, Farewell, Theophilus Vérres, los Luzzini, Mojave, Gantry, Vince, Kunz.

Tengo la seguridad de que en este libro los lectores (todos ustedes) descubrirán a un escritor infrecuentemente original. Enhorabuena. Así que vayan y compren el libro, y van a ver que Molfino... -seguro- no los va defraudar. Muchas gracias.


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