La discusión política acerca de la celeridad de las reformas parece absolutamente interminable. La sociedad sigue analizando si estas deberían hacerse con mayor velocidad o el ritmo seleccionado es el adecuado.
El oficialismo y sus seguidores más lineales sostienen que hacen lo que pueden, que su dinámica es la única políticamente posible, que avanzan en algunos pocos temas y solo bajo ese esquema que han implementado.
Los que gobiernan dicen que si marcharan con mayor rapidez tendrían que pagar enormes costos sociales porque las transformaciones que solicitan los más ortodoxos implican drásticos recortes que son inviables hoy en día.
Defienden la estrategia que han elegido aduciendo que recibieron el país en llamas y que lentamente están saliendo de situaciones muy extremas, gracias a su férrea capacidad de dar pasos cortos pero consistentes.
Recuerdan que no disponen de mayorías parlamentarias propias como para llevar adelante las políticas que desearían y que siempre deben negociar la gobernabilidad con otros partidos políticos, con todo lo que eso implica.
Entienden que el cambio se ha iniciado porque han instrumentado modificaciones en las formas, con una estética política diferenciadora tratando de dejar atrás los patéticos estilos autoritarios del pasado reciente.
Del otro lado del mostrador son demasiados los que afirman que se podría hacer muchísimo más, que al gobierno le falta el coraje imprescindible para encarar lo que resulta imperiosamente necesario, haciendo lo correcto.
Desde estos espacios se plantea que quienes lideran el gobierno, detrás de un discurso aparentemente sensato, priorizan siempre lo electoral por sobre todas las cosas, con el fin último de evitar costos políticos y no sociales.
El supuesto costo social que se pretende esquivar se termina pagando igualmente con inflación, endeudamiento, falta de empleo y una carga tributaria indefendible que inexorablemente financian los más débiles.
Eliminar el endémico déficit fiscal, disminuir el tamaño de un Estado dilapidador, derogar miles de regulaciones inservibles, desarticular la corrupción estructural, reformar todos los ineficaces sistemas estatales vigentes es solo una parte de esa enorme agenda que siempre abruma.
Dilatar estas cuestiones que requieren solución inmediata no puede ser una opción. No se trata de lo políticamente posible, sino de lo moralmente inaceptable. Millones de personas padecen las consecuencias de estas nefastas políticas con las que se convive, con matices, desde hace décadas.
Son eternos los debates al respecto. Se pueden verificar tanto en los medios de comunicación tradicionales como en todo tipo de redes sociales y hasta en las charlas típicas de familia o de café entre amigos.
En realidad, el problema es que se decide ignorar una variable demasiado relevante en esta disputa, que tiene que ver con el horizonte de referencia, con una vital variable que se oculta deliberadamente. Se trata del “tiempo”.
Ir un poco más rápido o algo más despacio podría ser un debate totalmente irrelevante sino fuera porque la concepción de unos y otros también difiere respecto del plazo que se dispone para alcanzar el objetivo compartido.
Para los que ahora gobiernan, no hay apuro, porque el camino es suficientemente largo y entonces no existe urgencia alguna para evaluar decisiones y calibrar la ejecución de cada uno de los proyectos en marcha.
Los más exigentes afirman que apostar todo el futuro de la nación a una dinámica azarosa es muy peligroso. Cualquier suceso circunstancial local o internacional, podría tirar por la borda lo poco que se ha hecho hasta ahora.
Arriesgarse a tener suerte es jugar con fuego. Si este experimento político y económico sale mal, se habrá empujado, definitivamente, a la sociedad a los brazos de un nuevo populismo de un modo tan burdo como suicida.
Más allá de la coyuntura y de la eventual ocurrencia un tropiezo externo de cualquier característica, lo cierto es que no se dispone de un período infinito e inagotable, como muchos imaginan y vaticinan como profetas.
El dilema de tomar el camino de la opción gradualista o girar hacia la búsqueda de políticas más enérgicas tendría sentido si se dispusiera efectivamente de todo el tiempo del mundo. Pero eso es una falacia.
Se está perdiendo una oportunidad preciosa con esta ridícula polémica que olvida aspectos esenciales y trascendentes. Los intercambios insólitos que se potencian entre sí terminan alejando la chance de encontrar un norte.
La verdadera discusión política debería pasar por como hacer las transformaciones con la mayor prontitud posible. A estas alturas, la dialéctica tendría que ser eminentemente técnica, intentando hurgar en los mecanismos más eficientes para lograr resultados en un lapso record.
Sería saludable poner un esfuerzo superior en construir consensos para lograr cambios con mayúsculas y no solo para implementar estos frívolos parches que no resuelven nada postergando los problemas indefinidamente.
Es hora de correr el eje de la controversia de fondo. Los amantes incondicionales del gradualismo creen, en su ingenuo optimismo, que la buena fortuna los acompañará en este proceso y eso no es muy realista.
En vez de consumir energías en estériles deliberaciones, hay que trabajar duro analizando políticas públicas que se aplicaron con éxito en otras latitudes, esas que permitieron hacer modificaciones sustentables sin las brutales consecuencias que imaginan los eternos defensores del status quo.