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Alberto Medina Méndez
Lunes, 9 de marzo de 2020
La silenciosa rebelión fiscal
El tradicional cinismo cívico cede a diario y de un modo discreto, pero consistente, empieza a soltarle la mano al sistema, debilitándolo sin miramientos.


Hace algunos años atrás el ciudadano promedio se hubiera ufanado de ser un buen vecino de su comunidad demostrando que estaba al día con sus tributos y cumplía con todas sus obligaciones.

Aquella consigna estaba plagada de hipocresía. Esa vehemente afirmación carecía de veracidad, no porque la voluntad del personaje no fuera esa, sino por la inviabilidad de un régimen impositivo tan confiscatorio como injusto.



Ante esta situación la gota ya rebalsó el vaso y muchos, aunque no todos, se hartaron de insistir con esta lógica con aspiraciones de dogma. Hoy se animan a confrontar al poder como nunca.

La carga fiscal ha ido aumentando en las últimas décadas sin cesar. La necesidad de financiar actividades estatales no encuentra un tope y la demanda social que reclama nuevos roles al gobierno parece inagotable.
Nadie logra identificar el estrecho vínculo existente entre la infantil idea de que lo que el Estado provee es gratis y ese mundo real en el que la cuenta siempre la pagan los mal llamados “contribuyentes”.

Han construido una quimera y creen que lo que el Estado gasta es de nadie, que sale del aire, que es un dinero “especial”. No comprenden que sus impuestos sostienen la pesada estructura gubernamental, manteniendo sueldos ridículos, punteros políticos y haraganes profesionales.



Para justificarse se escudan diciendo que la salud, la educación, la seguridad y la justicia se pueden solventar gracias a esas contribuciones. Lo que no dicen es que la mayoría de esos servicios son de mala calidad. Alardean con que todo es lo que debería ser y no lo que finalmente es.

Los mediocres intelectuales del presente y una clase política que abusa de sus privilegios llegaron hasta un límite inimaginable y ante este hecho son muchos los que empiezan a decir basta.

No se trata de una opinable percepción subjetiva, sino de lo que exhiben ahora los números más fríos. La recaudación impositiva está retrocediendo en términos relativos mientras la inflación intenta disimularlo sin éxito.

Algunos prefieren atribuir la totalidad de este descenso a la recesión y se conforman con esa retorcida interpretación. No hay forma de que semejante caída sea explicada sólo por ese factor. Evidentemente hay más que eso.

En varias localidades del país aparecieron impuestazos y muchos han salido a combatirlos con potencia. Más allá de lo meramente discursivo la reacción espontánea ha sido dejar de pagar inclusive judicializando el reclamo. En otros casos no fue necesario que incrementen valores. La imposibilidad práctica de cancelar montos invitó a suspender el pago hasta nuevo aviso.

El surgimiento de las típicas moratorias, también han llamado a la reflexión, porque, como en ocasiones similares, los deudores se ven tentados por las facilidades ofrecidas y los más prolijos se desaniman al confirmar que nadie premia su “buena” conducta.

Este cóctel inmoral ha edificado las condiciones ideales para que sean cada vez más los que deciden explícitamente no abonar, evitando siempre que pueden ese compromiso, eludiendo en toda oportunidad que se presente y hasta ayudando a otros a que hagan lo propio instándolos a imitarlos.

Varios repetirán hasta el cansancio que ninguna nación moderna puede funcionar sin impuestos, pero jamás analizan las causas de la voracidad de este Estado paquidérmico, torpe e ineficaz.

Nadie sabe muy bien dónde termina este círculo vicioso. Los más optimistas prefieren imaginar que todo seguirá igual. Obviamente que de ese lado están los que parasitan esquilmando a los pagadores seriales.

La gente se está cansando, está cada día más saturada y ya ni siquiera se toma el trabajo de disfrazarlo. No cree ni en los partidos ni en la política como una genuina herramienta de transformación.

Pero cuidado, porque comienza a cuestionar a la democracia y a los pilares esenciales de este sistema. No es intrínsecamente malo que lo haga, sin embargo, ante la falta de una alternativa razonable que pueda reemplazarla sin traumáticas transiciones extremistas, esto ya debería alarmar.

Pedirle a la dirigencia que visualice esta tragedia sería muy ingenuo. Ellos son los principales beneficiarios de esta alquimia. No sólo no se detienen, sino que todos los días buscan ingeniosos mecanismos para crear nuevos tributos, o aumentar los existentes, sin pudor alguno.

Sólo cabe pensar que son tan incautos como sus votantes, o bien que sueñan con pasar desapercibidos en esta etapa y apostar a que nada grave ocurrirá en el corto plazo.

La rebelión fiscal está dando pasos acelerados. La sociedad ya perdió ciertos temores y está dispuesta a correr algunos riesgos para dejar de alimentar a las alimañas que pretenden sobrevivir gracias al fruto del esfuerzo ajeno.


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