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Alberto Medina Méndez
Martes, 20 de octubre de 2020
Sin soluciones a la vista, la esperanza se empieza a diluir
La lógica política se viene resquebrajando inexorablemente. La enaltecida alternancia no ha servido para cambiar el rumbo. Los años transcurren y los más idóneos no aparecen.



En una república los partidos se proponen como variantes. Cuando unos fracasan y no encuentran el sendero óptimo, los votantes hacen los deberes reclutando a los adversarios para que sean ellos quienes hagan la tarea.


No siempre funciona este mecanismo de un modo eficiente, pero al menos sirve para establecer ciertos estímulos que movilizan a los que gobiernan para que enfrenten los dilemas ante la amenaza de ser desplazados.

Esa dinámica repleta de bondades ha sido destruida en las últimas décadas.

La democracia sólo ha logrado invitar a los candidatos a luchar por el acceso al poder, pero los mediocres de turno se han encargado de interpretar esa consigna como si se tratara de un fin último en sí mismo.

La verdad es que los comicios deberían ser el primer peldaño de un complejo proceso que habilite a un grupo de personas, supuestamente organizado, para que se ponga a disposición de la ciudadanía y se ocupe de encontrar los planes superadores de esa lista de asignaturas pendientes.

Ese ejercicio, imperfecto pero imprescindible, tendría que ser el inicio de un interesante trayecto. Una vez concluida la etapa electoral los ganadores de la contienda seleccionarían a los mejores para que ellos instrumenten acciones concretas y la nómina de promesas explicitadas en campaña se conviertan en, al menos, una hoja de ruta a recorrer durante el mandato.


En realidad, en base a lo que exhibe la ya inocultable evidencia, eso es justamente lo que no viene ocurriendo, ya que los inconvenientes continúan multiplicándose y las tragedias se agravan progresivamente.

Lamentablemente han transformado a la democracia en un mero juego en el que toda la energía se invierte en vencer en las elecciones sin pensar un minuto en cómo gobernar con eficacia. La única obsesión consiste en interpretar correctamente las demandas cívicas, construir un discurso seductor, para luego lograr el apoyo mayoritario y triunfar en las urnas.

A partir de allí todo se desmorona rápidamente y sobreviene una secuencia de inaceptable improvisación, falta de seriedad y un amateurismo absolutamente imperdonable que ni siquiera disimula sus groseros errores.

Habrá que decir que la gente también hace su parte y contribuye demasiado para que este cóctel sea explosivo. Los vendedores de “espejitos de colores” pueden ser exitosos solamente cuando los compradores son tan ingenuos y linealmente predecibles como para terminar siendo presas de este engaño.


Los políticos contemporáneos han tomado nota de que esta sociedad anhela escuchar discursos grandilocuentes plagados de una épica vacía, en la que mágicamente todos los flagelos desaparecerán en segundos.

Sólo así se puede explicar la infantil actitud de esos individuos que mansamente deciden creer que la riqueza se reparte y no se crea, que las virtudes emergen sin ser desarrolladas y que el progreso es completamente inevitable y jamás demandará esfuerzo alguno.

Esa inadmisible postura combinada con una clase dirigente inexcusablemente ignorante e inescrupulosa provoca los dislates de esta era. Aplaudir a los charlatanes tiene un costo social elevadísimo y eso debe admitirse a la luz de las sobradas pruebas que pululan por doquier.

Si se premia a los embaucadores seriales con un apoyo incondicional, fanatizado e irracional no resulta sensato esperar como contrapartida sagacidad, sentido común, capacidad e inteligencia. Muy por el contrario, ellos sólo pueden ofrendar más mentiras, mezquindad y superficialidad.


La consecuencia de este patético derrotero es que se han perdido las referencias. Cuesta muchísimo identificar a los más preparados. Independientemente de sus colores partidarios y de sus sesgos ideológicos, no se distingue en el horizonte a esos especialistas temáticos.

Se deben encarar reformas estructurales y para eso es preciso convocar a entendidos en cada materia, pero no sólo a iluminados solitarios, sino a equipos de trabajo que estén suficientemente habilitados para implementar sofisticadas e integrales políticas públicas que hayan sido previamente analizadas con detenimiento como para incursionar en ellas a sabiendas de sus impactos positivos y también de los negativos.

Desafortunadamente, aún hoy no se vislumbran con claridad ni equipos sólidos, ni líderes hábiles para conducirlos.

Asuntos como la inseguridad, la creciente pobreza, la pésima calidad educativa y el deteriorado sistema de salud, entre tantos otros, merecen ser abordados con profundidad. No alcanza con hacer un llamamiento a la buena voluntad.


La reconstrucción no será fácil. La idea de que esto se resuelve velozmente debe ser definitivamente desterrada. Es hora de asumir las debilidades con enorme humildad y ponerse manos a la obra para así conformar dotaciones de expertos dispuestos a entrenarse para ese instante soñado.

A estas alturas, cada espacio político debería abocarse a ese desafiante objetivo que permita transitar desde la incesante búsqueda del triunfo electoral a la edificación de un buen gobierno.

Si el apoyo popular no es aprovechado al máximo para consolidar programas adecuados debidamente diseñados a la perfección para resolver de una vez por todas los retos de este tiempo, esto seguirá siendo un caos y el país continuará girando en círculos.



Por Alberto Medina Méndez

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez


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