Días atrás, el diputado provincial Santiago Pérez Pons reveló ante la prensa local sus aspiraciones de ser gobernador, algo que en una charla informal le había dicho a este cronista hace un mes o dos. En esa oportunidad, confieso, su entusiasmo parecía genuino
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Pero Pérez Pons se enfrenta al problema de que también fue ministro de Hacienda del gobierno de Jorge Capitanich, y para buena parte del peronismo es uno de los responsables de la derrota de 2023. Le siguen exigiendo autocrítica como un mantra, porque el paso siguiente a la autocrítica, que es una muestra de vulnerabilidad del que la hace, es pasarle una lista de demandas.
De allí dos preguntas. La primera, si quienes exigen autocrítica tienen el peso electoral, la autoridad política o el derecho militante de hacerla. No tengo una respuesta para eso. La siguiente pregunta es si la prematura confesión de Pérez Pons fue un inocente pecado de juventud, una decisión meditada junto a sus colaboradores o una táctica pergeñada por el jefe del peronismo provincial, Jorge Capitanich, para mover el avispero.
Durante su última visita a la provincia, en la víspera del encuentro partidario en San Martín, el exgobernador encabezó reuniones por separado con dirigentes, legisladores y algunos intendentes, en las que bien pudo haber presentado el render de una amenaza simulada a su liderazgo (la revelación de que Pérez Pons quiere ser gobernador) para desactivarla más tarde con un operativo clamor, o para impulsar una saludable competencia interna de cara a 2027.
No sería la primera vez. En 2015 les hizo creer a un grupo de dirigentes que cualquiera de ellos podría ser su sucesor. Hasta formaron un “club”, y aunque en las fotos y ruedas de prensa se los veía siempre en una mesa de café, parecían entusiasmados y activos. Entre ellos estaban Eduardo Aguilar, Claudia Panzardi y el hermano del mandatario, Daniel Capitanich. Mientras tanto Domingo Peppo, lejos de las confiterías, en el territorio, cerraba el siempre volátil apoyo de los intendentes a su candidatura.
Nunca sabremos si la postulación y el posterior triunfo del villangelense -que llevó al hermano de Capitanich a la vicegobernación- fue parte de la estrategia general de Coqui, o si ‘el rengo’ le torció el brazo por confiarse demasiado.
Pero eran otros tiempos. Capitanich había sido reelecto en 2011 por una mayoría inédita, y a pesar de que los últimos meses de esa gestión con Juan Carlos Bacileff Ivanoff a cargo del Ejecutivo habían sido un pandemonium, seguía gozando de enorme popularidad. Ahora viene de una derrota que lo doblegó política y espiritualmente.
Pero hay otra posibilidad: las nuevas generaciones piden pista. Y tienen otra forma de entender la política.
El triunfo de Javier Milei (y su forma de sostener sus niveles de popularidad o su ratio de presencia en las redes a pesar del golpe al bolsillo de los trabajadores y sus incesantes intentos de convertir el país en una economía de enclave y de timba financiera) nos recuerda que el pacto de la sociedad con la política tradicional estalló en mil pedazos y tomó su lugar una especie de comodato despreocupado, como si hubiera que elegir a un participante de Gran Hermano. No por nada votaron a un tipo que en vez de corregir el rumbo, prometió romper todo.
La política (la seguiremos llamando así mientras busque transformar la vida de la gente) ahora es un espectáculo de café concert, de boqueo permanente, de chocar la calesita para que nadie vea que se está cayendo la montaña rusa con todo el mundo arriba. La psiquis del personaje ayuda, pero eso no significa que no haya enseñanzas en los “nuevos modos” de hacer política.
Esa “nueva política” propone rebeldía, dejar de lado la impostura y ser espontáneos (parece imposible impostar la espontaneidad), y también ser comentaristas consuetudinarios del día a día. Pérez Pons se mueve entre las explicaciones didácticas en la tele y los portales sobre los errores de Leandro Zdero, y los tuits de Milei, que pese a su locura galopante son un hitazo.
Es como un hechizo. Con el tiempo la gente se olvida de que habla un “político” y empieza a caracterizar al interlocutor como un amigo del Face. Desde ese punto de vista el balance es positivo. Importa más que Pérez Pons vaya a la tele que sus proyectos de ley.
En fin. Milei es parte de un plan que lo trasciende, en el que los intereses en juego son los de toda la Nación pero los beneficios se los llevan las multinacionales y los fondos de inversión, pero también es un intérprete de la coyuntura. Sus payasadas y sus desplantes, sus bravuconadas fuera de protocolo, podrán o no permitirle llegar a 2027, pero lo ayudan a avanzar en el único plan de vida que tiene por el momento: su propio especial de Netflix.
Cada uno traza su camino. El de Santiago Pérez Pons por ahora es un enigma. Bienvenidos los enigmas.