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Por Alberto Asseff
Miércoles, 15 de junio de 2016
Una clave para la gobernabilidad
La gobernabilidad es un añejo problema nacional. Es una cuestión congénita. Repasar nuestra historia desde su génesis en mayo de 1810 lo corrobora. La estabilidad político-institucional siempre fue un desafío y pocas veces pudimos abordarlo con éxito.


Sin remontarnos al siglo XIX, en la centuria pretérita sufrimos once golpes de Estado que lograron derribar presidentes y por lo menos seis que se sofocaron en el intento, sin computar los 29 planteos que las FFAA le hicieron al presidente Frondizi.
En los golpes efectivos incluyo las deposiciones de Rawson, Lonardi, Onganía, Levingston y Galtieri que no por ser literalmente conjuras de palacio dejaron de configurar disrupciones abruptas.
Gobernar es un arte muy complejo. Lo fue, lo es y lo será en todo lugar y circunstancia, pero en la Argentina es especialmente difícil.
Uno de los conspiradores más perniciosos es el prejuicio. Sin simplificar, creo que a Hipólito Yrigoyen – aparte de la crisis mundial y su añosa edad – lo derrocó el prejuicio. Un sector social no pudo digerir el ascenso de los hijos de la inmigración y del criollaje fundador. Aprovechando que el presidente había extraviado su gobierno, dieron el golpe funesto del 6 de septiembre del 30.
Otro ‘intrigante’ es el cansancio o hartazgo social. Los ciclos se agotan y generalmente nuestro país no ha demostrado pericia para reciclarse en paz y oportunamente. A la extenuación de un régimen, contumazmente se pretendió darle sobrevida, con la consecuencia inexorable de que la mutación exigió dar un golpe de timón No sabemos calibrar el momento preciso para cambiar sin traumas institucionales. Se fuerzan las cosas hasta que se rompen.
Sin dudas, un tercer trastorno proviene de la corrupción. Gobernar para el ‘bien propio’ es letal para cualquier sistema, aún el mejor pensado. Lo sabemos desde Aristóteles. Nuestra corrupción viene de remota data, con una peculiaridad: cada vez se agranda más. De aislada pasó a sistémica. De ladrones más o menos solitarios a asociaciones ilícitas.
El cuarto factor es el resultado de la gestión. Ya lo decía Gregorio Marañón en ese fascinante “Conde Duque de Olivares. La Pasión de Mandar”: “al gobernante la historia no lo juzga por sus intenciones sino por algo ineluctable, los resultados”. A decir verdad, hace décadas que los saldos o balances de nuestros gobiernos, sean democráticos o de facto, han sido peor que deficitarios. No se trata de un débito fiscal – que obviamente los ha habido y en demasía -, sino de un desbalance absoluto entre las expectativas y lo que dejaron al marcharse. Esto debilita objetivamente al sustento político-social y genera inestabilidad.
Podríamos seguir enunciando agentes desestabilizadores o de antigobernabilidad, pero el asunto nos trae al aquí y ahora ¿Cómo asegurar la gobernabilidad de un presidente que tiene la oposición del mítico peronismo? Para responder a este enigma se han ensayado diversas respuestas. Celebrar un Acuerdo; no profundizar la investigación anticorrupción; disimular la grieta; cooptar a dirigentes opositores; gradualizar al máximo las correcciones y el saneamiento de la economía; etcétera.
Estimo que la mejor y más eficaz manera de garantizar la gobernabilidad es ser fiel, estrictamente leal, al principal mandato recibido el 22 de noviembre del año pasado: cambiar con decencia o, más precisamente, reinstaurar la decencia como sustento del cambio. El mayor capital electoral – inclusive superior al despliegue territorial de caciques y punteros- es tener, exhibir y ejercer autoridad moral. Hoy la moral tiene más votos que la corrupción, pero cualquier desfallecimiento en esta pugna ética puede difuminar el capital político y darle oportunidad de revancha a la corrupción.
Por las dudas, sabemos muy bien que hay millones de compatriotas honrados que se sienten parte del peronismo. Nos merecen el máximo respeto. La gobernabilidad se forja con ellos. Imposible siquiera imaginar otro camino. Pero la ética en el gobierno es excluyente: convoca a los servidores del bien común.
La clave es sencilla, aunque somos conscientes de la dificultad para encontrarla y sobre todo entronizarla: se llama ética en la administración, única forma de que la gestión tenga en la mira el interés general. Del resto se encargarán los gobernantes capaces y la esplendidez de la Argentina, en los planos humano y material.
*Dip.nac. (mc) y diputado del Mercosur


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