Libertad e igualdad son los dos pilares sobre los que se asienta el edificio de la filosofía social de los tiempos modernos. Hoy constituyen valores prácticamente indiscutibles en toda sociedad. Las discusiones giran en torno a la prioridad asignada a cada uno de ellos y a los medios para asegurarlos. En el capítulo de la igualdad aparecen problemas complejos, nunca del todo resueltos. Para mucha gente –y no pocos filósofos sociales–, el aspecto más importante es la pobreza; para otros, la igualdad distributiva. El problema puede plantearse así: ¿qué es más valioso: que la dispersión alrededor del promedio en la distribución de los bienes disponibles sea lo más baja posible, o que la cantidad de personas en la cola “baja” de la distribución (la de los que tienen menos) sea más reducida? ¿Importa más cuántas personas tienen muy poco, o cuántas personas tienen menos que los que tienen más?
El debate mantiene vigencia. En la opinión pública a veces aparece de manera definida y a veces se diluye casi por completo. Generalmente reaparece cuando la economía se enfría y el crecimiento se desacelera. A veces el énfasis mayor está del lado de los que no tienen; por ejemplo, los saqueos en la Argentina. Otras, el énfasis está en la comparación entre los que tienen y los que no: los ocupas de Wall Street, los indignados en países europeos.
Con el desarrollo económico, los niveles de pobreza y de desigualdad se movieron en forma desacompasada. El economista inglés Samuel Brittan analizó la situación de Inglaterra en las últimas décadas. Desde el final del gobierno de Margaret Thatcher hasta la crisis de 2009, la tendencia es clara: disminuyó la pobreza, aumentó la desigualdad. La pobreza –definida con criterios ingleses– cayó 25 por ciento. Pero la mejoría en los ingresos de quienes ganan más superó con creces la mejoría de los ingresos del resto.
Diversas conjeturas intentan explicar eso. Y, desde luego, hay mucha confusión en el debate público, porque no siempre se sabe bien de qué se está hablando. En los últimos dos siglos, la movilidad social ha sido la vía para la superación de la pobreza al alcance de mucha gente; por eso, las sociedades más abiertas lograron mejores resultados. Pero la movilidad social no es un antídoto a la “mala distribución”. En el camino hacia las posiciones de clase media y más altas no hay escalafones; cada uno gana lo que puede y aprovecha las oportunidades. Cuanto más alta la posición social y económica, menos pesan las negociaciones colectivas. Los sindicatos han hecho mucho para mejorar los ingresos de los trabajadores, pero son irrelevantes para los ingresos de los ricos.
Otro factor es la educación, o la oportunidad de adquirir calificaciones. Las personas con más calificaciones tienden a ganar más, con o sin sindicatos. Y, a iguales calificaciones, los sindicatos mejoran los ingresos. La incidencia de esos factores se atenúa cuando la economía se enfría; su efectividad disminuye con la escasez.
Las respuestas al problema de la pobreza se proponen desde dos enfoques alternativos: el mercado o el Estado. Cuando el mercado “falla”, las expectativas desde el Estado tienden a aumentar. El Estado ha hecho tres cosas a través de los tiempos: interviene cobrando impuestos, en algunos lugares ha creado las bases de un “bienestar social” y, a veces, distribuye bienes y dinero. El estado de bienestar logró un piso de igualdad distributiva –hasta que su financiamiento colapsó, recientemente y a veces también antes–. La distribución de dinero y de bienes es un paliativo a la pobreza, sin incidencia en la igualdad distributiva. La desigualdad atacada con la política impositiva tiene límites: desincentiva la inversión, y eventualmente incentiva la evasión fiscal a la Argentina o la “salida” del sistema a la Dépardieu.
Un debate no menor suele reiterarse a través del tiempo: qué prefieren las personas involucradas, que no siempre es lo mismo que qué prefieren los pensadores y los responsables de las políticas públicas. En general, está demostrado que a quienes sufren la pobreza en carne propia la desigualdad les importa muy poco. Todo lo que los ayude a tener más es bueno; cuánto menos tienen que quienes tienen más no es importante. La prosperidad, hasta ahora, ha sido medida a través del promedio –el producto per capita, por ejemplo–. Sin duda, una medida bastante limitada. En cuanto a la pobreza absoluta, es tema central en la agenda de algunos países, como los escandinavos, algunos otros europeos, algunos socialistas; y parece un tema irrelevante en muchos otros países, como la India o nuestra Argentina. ¿Por qué?