La sociedad parece escandalizarse cuando se publican estadísticas que dan cuenta del desempeño educativo nacional. La comparación de cifras entre provincias aspira a señalar a los peores sin tomar nota de que el panorama general, casi sin excepciones, amerita implementar drásticas modificaciones.
De tanto en tanto, diferentes instituciones públicas y privadas, dan a conocer las conclusiones de sus estudios de investigación, esos que monitorean el funcionamiento del perimido sistema educativo vigente.
La dinámica parece seguir una secuencia que se inicia con indignación cuando se conocen las múltiples falencias del régimen imperante, pero que luego se extingue cuando gana la inacción y la eterna resignación.
Los patéticos resultados, que ahora están a la vista, jamás alcanzan para que los gobernantes tomen las riendas, reaccionen y hagan algo significativo, ni tampoco para que la sociedad reclame reformas de fondo.
El status quo triunfa inexorablemente y todo queda en la nada. La gente se queja, se enoja, pero da vuelta la página y coloca en su agenda otros asuntos que, por lo visto, parecen tener una mayor prioridad.
Los gobiernos, por momentos, muestran cierto entusiasmo para motorizar cambios, pero por motivos políticos a veces, por impericia en otros casos, y por la ausencia de una visión de futuro y del coraje suficiente para encarar procesos de transformaciones con mayúsculas, jamás reacciona como debe.
Tanto el periodismo como la opinión pública prefieren navegar en las superficiales aguas del análisis anecdótico de las cifras de ocasión. Cierta morbosa actitud se detiene en escarbar en las supuestas causas para luego pasar a una fase de insólita indiferencia hasta el siguiente incidente.
Los elevados niveles de repitencia son solo una muestra parcial de la ineficacia del modelo clásico de aprendizaje. Confeccionar un ranking con este tipo de indicadores solo confirma que el tema es transversal y que las dispersiones circunstanciales no son tan relevantes.
La deserción escolar es otro fenómeno recurrente. Son muchos los que abandonan el sistema. Las razones son variadas y vale la pena detenerse en ellas si es que se desea entender el problema y mitigar su impacto.
Los resultados educativos, desde el punto de vista académico, son mucho más preocupantes porque luego de años de escolarización y habiendo pasado por diferentes niveles, con una interesante diversidad docentes, demasiados egresados no son capaces de hacer una operación matemática sencilla o comprender un texto de características elementales.
En casi todos los casos, el norte argentino exhibe guarismos más que críticos. Como sucede en tantos otros temas, las debilidades estructurales de estas regiones emergen sin poder ocultar los inconvenientes.
Sin embargo, son demasiados los que se detienen a analizar las eventuales brechas numéricas en vez de asumir que el verdadero problema es muy parecido al del resto de los distritos y que lo matices son casi irrelevantes.
Va siendo tiempo de enfocarse en lo trascendente, en lo que realmente podría alterar esta inercia. El sistema debe ser revisado en serio, ya no para hacer pequeños retoques sino para replantear todo desde la raíz.
Ya ha quedado claro que los ajustes parciales, las correcciones menores y ciertas modificaciones marginales no han sido suficientemente eficientes. El “producto final” no deja mucho margen para las interpretaciones benévolas.
El modelo tradicional del maestro, o del profesor, frente al aula y sus alumnos, es un esquema que ha regido por siglos y, a estas alturas, merece ser cuestionado para poder así buscar nuevas variantes superadoras.
Insistir con esto de mantener el andamiaje clásico solo porque ha sido el de siempre no parece un argumento razonable. La sistemática resistencia al cambio y la enorme dificultad para enterrar lo vetusto parecen un freno.
Es necesario hacer el duelo pronto y abandonar lo que, indiscutiblemente, ya no funciona Claro que habrá que debatir acerca del rumbo a seguir y cuál debería ser el nuevo formato, pero siempre admitiendo que esto no va más.
Tal vez sea posible hacer algunos experimentos, implementar “pruebas piloto” para buscar alternativas más inteligentes y creativas. Seguir girando en círculos no parece una buena idea. Los resultados están a la vista.
Es imprescindible romper con la estrategia centralizadora, esa que invita a unificar criterios. Tampoco se puede soñar con soluciones mágicas. El régimen federal debería mostrar sus virtudes y abrir la puerta para que cada jurisdicción pueda instrumentar así sus propios proyectos.
Muchos se opondrán a salir de esta rutina. Obviamente, los más reacios serán quienes disfrutan de los beneficios de este sistema, ya sea por comodidad o tan solo porque tienen temor a hacer innovaciones.
Los gobernantes tampoco parecen animarse a hurgar en nuevas variantes. Algunos por pánico a salir de la matriz ya conocida y otros porque no tienen, en definitiva, ningún interés en que la educación evolucione.
Argumentarán que no existe garantía alguna de que los cambios puedan lograr mejoras. Es posible que eso sea cierto, pero continuar por el sendero actual ofrece la absoluta certeza de que repitiendo las formulas utilizadas en el presente, solo sucederá lo mismo y sería muy ingenuo esperar progresos.
Los egresados de hoy son la prueba más contundente de que estas ideas fracasaron. Deberían los gobiernos y la sociedad, estar dispuestos a discutir el núcleo del asunto. Las provincias pueden hacerlo por sí mismas y no precisan permiso alguno para ser las pioneras en estas transformaciones.