Las provincias de esta parte del país reciben bastante más de lo que generan, No son las únicas, pero queda bastante claro que tienen estructuras estatales que no podrían pagar por sí mismas si dependieran exclusivamente de sus ingresos propios.
Dada la extrema complejidad del sistema tributario nacional es siempre difícil establecer cuanto es exactamente lo que se percibe en cada distrito, cuanto es totalmente genuino y cuanto no lo es de modo alguno.
Esa ensalada de impuestos nacionales, provinciales y municipales que se entremezcla con aportes del tesoro, programas federales, subsidios especiales y cuanta partida se ha creado desde hace tantas décadas, impide ver con claridad como verdaderamente fluyen los recursos públicos.
En algún momento de la historia las cosas funcionaban con cierta transparencia y cada jurisdicción se las arreglaba como podía. Las provincias luego hacían alguna contribución resignando tributos para que el Estado Nacional encuentre un modo de cumplir con sus obligaciones.
Hace ya mucho tiempo eso dejo de ser así. Un día, un grupo de iluminados decidió que el sistema se invirtiera y que el gobierno argentino centralizara todo, recaudara unificadamente y repartiera con mayor “equidad”.
Ese criterio más “justo” pretendía equiparar a las provincias ricas con las menos favorecidas. Un supuesto inviable, impracticable, que sonaba simpático pero que no solo no fue exitoso, sino que lo distorsionó todo.
Cuando este giro se concretó, primero más tímidamente y luego con mayor potencia, el sistema de estímulos e incentivos se quebró y todo se empezó a derrumbar. No es casualidad que en ese mismo lapso el país retrocediera más de 60 puestos en el ranking de las mejores naciones del mundo.
No ha sido esta la única razón para esa enorme debacle y ese deterioro progresivo que nunca logró detenerse con consistencia, pero es evidente que existe una correlación bastante directa entre ambos fenómenos.
Aquella maravillosa Argentina era el granero del mundo y se convirtió en ese destino en el que miles de inmigrantes de tierras lejanas decidieron vivir. Llegaron aquí huyendo de la pobreza, las persecuciones y las guerras, hablando idiomas diferentes, pero con la voluntad de empezar de nuevo.
Un perverso régimen de coparticipación de impuestos fue una de las mayores bisagras para que esta nación iniciara un largo camino de retroceso que, hasta hoy, sigue sin encontrar su punto de inflexión.
Ese sistema se fijó objetivos que jamás pudo cumplir y al mismo tiempo se constituyó en la herramienta para que la cultura de la irresponsabilidad fiscal se instalara para siempre en las manipuladas cuentas públicas.
Con este esquema el tamaño del Estado, de los gobiernos provinciales y municipales, no depende de lo que se genera, de cuan vigoroso es el aparato productivo de una determinada región, sino que solo importa gestionar vínculos políticos con el mandamás de turno.
Empíricamente, ya ha quedado demostrado que se reciben cuantiosos recursos solo recorriendo los pasillos de la Casa Rosada de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, o cuando se establecen relaciones políticas y afinidades convenientes y no cuando se genera genuina riqueza.
Esta modalidad no hace más que torcer el rumbo. Los que más producen, no tienen motivación suficiente para favorecer este proceso. Después de todo, siempre recibirán idéntica tajada de la torta, hagan lo que hagan.
Del otro lado del mostrador, ocurre lo mismo. No tiene relevancia alguna mejorar los estándares, porque finalmente ellos también tendrán su porción correspondiente sin que importe demasiado ningún hecho circunstancial.
En ese contexto, Chaco, Corrientes, Formosa y Misiones aparecen como un conjunto de provincias cuyas estructuras públicas están absolutamente sobredimensionadas. Alrededor de 100 mil agentes estatales, en promedio en cada una de ellas, dependen de los salarios gubernamentales.
Eso coloca al Estado como el principal empleador y por lo tanto todo el desarrollo local se ve condicionado por su envergadura. Alrededor del 40 % de la población depende directamente de esos ingresos y si se considera el impacto indirecto esa cifra podría trepar al 60 %, o más en algunos casos.
El argumento esgrimido para sostener este disparate siempre fue que, ante la ausencia de un sector privado pujante, el Estado tiene el deber de ser una alternativa y ofrecer una remuneración a los habitantes de la región.
Esta justificación confunde, premeditadamente, causas con efectos, construyendo una especie de profecía autocumplida. La clase política, por propia conveniencia clientelar, ha diseñado y alimentado este cruel círculo vicioso que condena a la sociedad a una marginalidad casi eterna.
No es que estas provincias no puedan vivir de su propio esfuerzo, sino que las actuales reglas de juego, empujan al nordeste argentino, como así también a otras regiones, a seguir viviendo de lo que otros producen.
Salir de este retorcido modelo requiere de visión, determinación y coraje. No será una tarea sencilla, pero merece ser abordada. Mientras que esta dinámica continué así será muy difícil ser suficientemente optimistas.
Para que una sociedad progrese precisa de un Estado austero, eficaz y pagable. Esas no son, precisamente, las características de este presente. Trabajar en esa dirección sería un enorme desafío, pero para eso es necesario, primero que la gente así lo decida.