Todos los dirigentes, independientemente del sector partidario del que provengan, asumen con plena conciencia que los gobiernos son excesivamente lentos y crónicamente ineficaces a la hora de implementar esas modificaciones profundas que tanto se reclaman desde la ciudadanía.
Se podrá tener opiniones diversas sobre la calidad de los actuales Gobernadores e Intendentes del nordeste argentino. Lo mismo se podría decir de los legisladores, jueces y demás funcionarios. Algunos son mejores y otros peores pero, en principio, todos comparten el genuino deseo de conseguir progresos significativos para cada una de sus comunidades.
Pese al entusiasmo gigante que muestran siempre los más nuevos, esos que recién inician mandatos con natural esperanza, chocan invariablemente con ese aparato estatal atrofiado que les impide cualquier concreción.
Es evidente que se trata de una trama de dimensiones estructurales que es capaz de atravesar, con total contundencia, las diferentes épocas y los matices de los circunstanciales protagonistas de la coyuntura política.
Ha llegado el momento de replantearse este tema con la seriedad que amerita. No se puede aceptar, tan livianamente, que el único camino es el de la resignación y que el “sistema” ganará todas las batallas con facilidad.
A muchos gobernantes solo los obsesiona el poder y no se puede esperar casi nada de ellos pero, seguramente, otros pueden aspirar a compatibilizar esa endémica dinámica con ciertas acciones que beneficien a la gente.
Es allí donde esto se convierte en vital. Es imperioso encontrar un modo eficaz en el que los que tienen verdaderas intenciones de hacer transformaciones relevantes puedan llevarlas adelante con todo éxito.
Nadie supone que ese camino sea recto, simple y fácil. De hecho ningún cambio importante se consigue sencillamente. Pero una cosa es luchar contra los que defienden sus intereses sectoriales y otra, bien distinta, es que una maraña de situaciones se conviertan en ese dique que lo atasca.
Como nada es casual, la mayoría de esos impedimentos están allí, inteligentemente instalados, para lograr ese objetivo de fondo que consiste en que todo permanezca en el mismo lugar, que el status quo sea la regla.
No se puede ser ingenuo. Existen muchos interesados en que nada mute, en que todo siga igual. Identificar a esos actores es una tarea bastante lineal. Están siempre a la vista. Son esos mismos que protegen sus privilegios y que no están dispuestos a salir de su eterna zona de confort.
La región precisa enfrentar, alguna vez, sus problemas con mayor determinación. Eso implica que se deben detectar los tópicos sobre los cuales operar con potencia para, al menos, iniciar una serie de cambios.
No existe chance alguna de instrumentar esas trascendentes modificaciones sí, previamente, quienes tienen la responsabilidad de conducir los destinos de la sociedad no disponen de una férrea convicción. Pero a veces eso tampoco alcanza y todo se termina diluyendo sin pena ni gloria.
El elemento primordial siempre es la decisión política. Sin ella no hay posibilidad alguna de alcanzar las metas. Si este ingrediente está presente se puede empezar a soñar con ese futuro de progreso que tanto desvela.
Sería un error creer que solo la economía colapsa de tanto en tanto. También la educación, la salud, la justicia, la seguridad y la política dejan mucho que desear y deben ser revisadas integralmente, con severidad y compromiso para no solo ser emparchadas de vez en cuando.
Lamentablemente, no se visualizan, hasta ahora, propuestas amplias que vayan directamente al grano, al hueso, y que sean capaces de generar una expectativa razonable de que se viene algo considerablemente mejor.
Tal vez haya que reflexionar acerca de si los ciudadanos, y no solo los gobernantes, están realmente convencidos de cambiar o son también parte esencial del problema al estar muy cómodos con esta débil situación.
Los “Estados” no harán nada para optimizar su funcionamiento. Este esquema les resulta muy atractivo a quienes “trabajan” en él y no tienen razones suficientes para que su dinámica sea mínimamente alterada.
Es tiempo de atacar las raíces de esta cuestión. Si se quieren, realmente, lograr cambios habrá que eliminar normas, quitar regulaciones y derogar leyes porque sobre esos mecanismos se sustentan los privilegios de casta que ostentan quienes se han apropiado del patrimonio de todos.
La sociedad es hoy, como bien lo señala Jose Luis Espert en su último libro, rehén de una corporación compuesta por sindicalistas corruptos, políticos mediocres y empresarios prebendarios. Si este círculo vicioso no se interrumpe nada bueno se puede esperar de cara al porvenir.
Cuesta ser optimista frente a este panorama. Sin embargo, en regiones como estas, con provincias no tan numerosas y localidades relativamente pequeñas, la gente al estar más cerca de sus dirigentes es posible que pueda presionarlos pero también apoyarlos para que se inicien los cambios.
La región tiene muchos asuntos pendientes. Hoy se sabe que la pobreza no se combate con subsidios y asistencialismo. Ninguna nación salió de esa desgracia con esos métodos. Se precisan transformaciones enormes y un gran coraje para encararlos. Esa nueva bisagra de la historia podría arrancar ahora mismo.