Los políticos contemporáneos se han esforzado en desarrollar cierta envidiable habilidad que les permite no resolver problema alguno pero siempre bajo la premisa de conservar intacto su poder.
Muchas veces no tienen las soluciones a mano, no saben muy bien qué hacer al respecto, no disponen de plan alguno, ni mucho menos de alternativas para seleccionar, no tienen tampoco ideas demasiado creativas para poder aplicar con algún criterio a esa secuencia interminable de inconvenientes que la sociedad identifica con total claridad y que son parte del paisaje.
Es justo decir, que no siempre se trata de eso, sino que muchas veces es simplemente la deliberada decisión de no hacer lo correcto, ni lo necesario siquiera, ya que un eventual intento de recorrer ese sendero, podría significar para ese sector político, perder demasiados adeptos y hasta espantar a los potenciales votantes, y de ese modo socavar los pilares centrales de su poder real, poniendo en riesgo su esmerado respaldo popular.
En ambos casos, ya sea porque las ideas son escasas o cuando deciden expresamente no aplicarlas, es demasiado evidente que se ven motivados, empujados e incentivados a desplegar su ingenio al máximo, ese que solo utilizan en casos extremos como estos, para hacer lo que en realidad mejor saben, es decir, postergarlo todo.
Los dirigentes políticos y la sociedad tienen mucho en común. De hecho, se parecen bastante en situaciones como estas. Ninguno quiere sufrir las consecuencias negativas de enfrentar los verdaderos dilemas que parecen preocuparlos. Aunque por diferentes motivos, tanto unos como otros, prefieren gozar de los tangibles y elocuentes beneficios del corto plazo y hacerse los distraídos para pasarla mejor.
Los políticos saben que prorrogar los nefastos impactos que irremediable se plantearán, les ahorra innumerables dolores de cabeza en el presente. Ellos tienen la ingenua esperanza de que los inconvenientes no se notarán demasiado en lo inmediato y que todo lo malo recaerá finalmente en "otro" periodo de gobierno, en el siguiente, o inclusive porque no en alguno más lejano aún.
La sociedad también tiene una ilusión bastante parecida, aunque igualmente cándida. Son muchos los que creen que si el efecto nocivo no aparece pronto, tal vez, con algo de suerte, termine diluyéndose lentamente y nadie tome nota de lo que ha ocurrido, como si los hechos pudieran evaporarse casi mágicamente.
Pese al deseable optimismo que se pretenda ostentar, la realidad siempre se impone y se ocupa inexorablemente de hacerse notar lo suficiente. Los problemas solo desaparecen en serio, cuando son resueltos con criterio, y las más de las veces, si no se toman medidas adecuadas a su debido tiempo, sus consecuencias son absolutamente indisimulables y se presentarán, mas tarde o más temprano, con mayor contundencia y ferocidad.
Toda esta dinámica solo muestra la escasa sagacidad de una sociedad que se cree muy inteligente pero que peca de infantil. A su lado progresa y evoluciona una clase política equivalente, que se corresponde con lo que percibe, pero que le agrega a sus componentes naturales, esa imprescindible cuota de perversidad manipuladora que la caracteriza y la distingue sin disimulo.
Postergar el impacto de los problemas, no resulta un acto demasiado racional. Es en vano intentar esquivarlos, no vale la pena prodigarse en la inmensa e interminable tarea de eludirlos, pero por sobre todas las cosas, no habla nada bien de una sociedad que definitivamente muestra más cobardía que coraje. Rige en este ruin esquema la absurda moral de no asumir con hidalguía los propios errores, para suponer luego que el presente es producto de una mera casualidad y no la irremediable consecuencia de la suma de los desaciertos del pasado.
El círculo vicioso está haciendo su parte. Nada hace pensar que pueda interrumpirse pronto. Una dirigencia política irresponsable, que vive de la coyuntura, que hace una gimnasia casi profesional de sus hábitos y rutinas, que se ocupa de no hacer lo adecuado y pone la totalidad de sus energías en engañar a la gente, ha decidido seguir sus propios pasos y no modificar ni su accionar ni su estilo ya conocido.
Del otro lado del mostrador, están los partícipes necesarios de esta farsa, los ciudadanos, que son funcionales a esta parodia montada. Ellos también hacen su tarea para que el presente no cambie el rumbo. Sin esa actitud nada de lo que sucede sería posible.
Mientras tanto los problemas gozan de buena salud. Nadie se ocupa en serio de ellos. La leyenda sostenida por unos y repetida por otros, dirá que nada ocurre, que no sucederá ningún hecho relevante, que la vida continuará sin consecuencia alguna y que una mañana al despertar cuando todo ya sea inocultable, solo habrá que buscar culpables a quienes responsabilizar de lo que pudiera estar pasando.
Los problemas están ahí, a la vista de quien quiera observarlos, son demasiado evidentes y ni siquiera tienen interés propio en ocultarse. Los discute la gente a diario, se queja la sociedad casi cotidianamente. Después de todo, los políticos están allí, firmes en su postura, siempre dispuestos a aportar en la línea habitual, a colaborar con su histórica tradición, a amplificar lo que mejor hacen, el arte de posponer.