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Alberto Medina Méndez
Viernes, 2 de mayo de 2014
El sistemático rechazo a lo evidente
El debate político siempre es apasionado. Cada uno defiende las ideas en las que cree e intenta construir argumentos que puedan contribuir a mantener la supremacía de una visión por sobre otra.

No está mal que cada persona decida creer en lo que considera óptimo y utilice justificaciones diferentes, aspectos distintos, ángulos originales para de algún modo sostener los pilares de sus convicciones.

Lo que no resulta razonable es refutar la realidad con falacias, recurriendo a los ataques personales o cualquier otro recurso dialéctico que posibilite eludir las cuestiones de fondo.

Los países que progresan, los que avanzan, los que se han desarrollado, inclusive pese a las adversidades circunstanciales, los que han generado un crecimiento de los ingresos de sus ciudadanos, esos que también mejoraron su calidad de vida con mas educación y salud, tienen en realidad una nómina de políticas que las caracterizan. Existe una matriz común entre las naciones que logran eficientes resultados. Eso no forma parte del folklore de la acalorada discusión de amigos, o del intercambio de ideas entre intelectuales o de los sobreactuados discursos que recitan los políticos.

El mundo es como es y no como sería deseable. Sus reglas de funcionamiento están a la vista. Se puede decidir comprenderlas o ignorarlas. Eso no implica que haya que resignarse o bajar las banderas de modo definitivo. Si se pretende cambiar la realidad, habrá que trabajar duro para ello, pero lo que no parece sensato es negar lo indiscutible, eso que surge sin filtros, lo que no tiene forma de refutarse con seriedad porque los hechos lo ponen delante de los ojos de quien quiera verlo.

El lote de sociedades exitosas, esas que han progresado con sustentabilidad, ya no como producto de la suerte, la casualidad o un escenario formidable que lo impulsa en una coyuntura económica determinada, tienen un denominador común y son sus políticas permanentes, sus férreas convicciones, lo que no es parte del debate cotidiano.

Esas naciones brindan seguridad jurídica a los capitales, son economías abiertas que no proponen normas hostiles a los inversores que quieren ingresar al país para aprovechar las potenciales que ofrece, ni tampoco plantean excesivas barreras al intercambio comercial con otros países. Se trata de comerciar, hacerlo con todos, por eso tienen tratados de libre comercio con el que quiera firmarlos. Han hecho un culto de la integración y se han esforzado en esa dirección. Saben que para exportar hay que importar, comprenden la dinámica del comercio internacional y entonces apuestan a incrementar los niveles de transacciones sin temer a los circunstanciales desbalances que tanto asustan a ciertos dirigentes políticos.

En esos lugares se respeta a rajatabla el derecho a la propiedad privada, se confía en la potencia creadora de la iniciativa de los individuos. Ellos ya aprendieron que el Estado no produce riqueza y los privados lo hacen de modo constante, y es por eso que insisten en incentivar a ese sector de la sociedad que puede efectivamente cambiar el curso de los acontecimientos.

Allí no existen impuestos confiscatorios ni abruptas modificaciones en materia tributaria. Un Estado obeso, costoso y poco ágil no puede garantizar resultados y ser el aliado necesario para crecer. Es por ello que no privilegian el gasto estatal como dinamizador de la economía.

Las regulaciones son escasas en estas sociedades porque intentan estimular a los que quieren invertir. Ya entendieron que las restricciones, que las normas burocráticas solo entorpecen el flujo creativo, entorpeciendo el vital proceso de generación de riquezas.

Son amigables con los que traen dinero, con los que apuestan por el país. No están a la defensiva, ni suponen que los que vienen son enemigos, sino que los consideran aliados para el crecimiento y el combate contra la pobreza. Creen en la cooperación como modo útil para el desarrollo. Son naciones con una autoestima elevada. No se colocan en la patética posición de las víctimas de la opresión, ni como el blanco de una confabulación internacional. Al mismo tiempo, saben que mientras otras sociedades debaten trivialidades y ven fantasmas por doquier, ellos ya han demostrado como se hace para progresar.

En estos países las instituciones son fuertes y estables. Sus sistemas políticos pueden ser diversos, pero no concentran las decisiones en pocas manos y se garantizan las libertades individuales elementales, sobre todo las que tienen que ver con la libre expresión y el control ciudadano sobre el poder. La corrupción es parte del paisaje pero está acotada a casos aislados, sin la dimensión y el desparpajo que se conoce en otras latitudes.

En definitiva se trata de naciones con reglas de juego razonables, que invitan a participar, que generan mayores certezas en un planeta naturalmente plagado de incertidumbre. No han descubierto la pólvora, solo han comprendido como funciona la economía y como deben hacer para sacar provecho de las oportunidades. Lo que ofrecen es un escenario bastante predecible y no más que eso.

No es que esas naciones no tengan problemas. El mundo perfecto no existe, porque los seres humanos son una especie esencialmente imperfecta. No se trata de encontrar el paraíso en la tierra, sino de reconocer con humildad e inteligencia de que existen sociedades que están mejor que otras, que tienen problemas pero se trata de asuntos que ya no tienen que ver con lo vital sino con cuestiones de otro nivel de complejidad.

Del otro lado del mostrador, están los dictadores, los regímenes represivos que anulan la creatividad humana, que desprecian a las personas priorizando los derechos colectivos por sobre los individuales. Esos sistemas ya demostraron lo que pueden lograr, solo sociedades oprimidas, sin libertades y unos patéticos resultados económicos siempre justificados sobre la leyenda de la conspiración internacional, sin reconocer que fracasaron porque sus ideas no encajan en una sociedad civilizada.

Se puede ser principista a la hora del debate, es posible entender que se tengan creencias y raíces ideológicas muy arraigadas, lo que es difícil de comprender es la actitud de los que tienen esta sospechosa tendencia al sistemático rechazo a lo evidente



Alberto Medina Méndez

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